El legado posmoderno y también el sano juicio nos recuerdan que ya no hay lugar para las agendas de dominación particulares, los discursos autorreferenciales, las direcciones cristalizadas de grupos coercitivos de poder, ni para las definiciones absolutas y parusías sociales. Corresponde más bien encontrar un modelo que integre dinámicamente todas las perspectivas–semilla. Tiendo a creer que hay corrientes básicas de identidad que pueden confluir en un consenso orgánico y natural.
Así pues, en los futuros párrafos seguiremos profundizando en el territorio de nuestra identidad. Para ello nos dedicaremos a investigar cuáles son las sensibilidades cardinales encriptadas en nuestra cultura.
No confundir estas tendencias con relatos de origen armados para legitimar puntos de vista. Más bien, son cargas simbólicas, patrones subterráneos, roles de base que preceden todo discurso nacional. Como características colectivas no son de sí virtuosas o malsanas. Lo que pasa es que los ciudadanos las vamos informando, tutelando, a menudo envileciendo, hasta privatizarlas, bunkerizarlas, convertirlas en estrategias viciadamente nacionalistas.
Tales voces imaginales están más o menos en todos nosotros, los guatemaltecos: claro, unos compatriotas las tienen más, otros menos. Se puede ver cómo determinada pulsión se hace más visible en cierta región o población y disminuye en cambio en otra (sin desaparecer completamente). La estructura de estas latencias es más o menos genérica, pero las combinaciones e intensidades internas varían (dando así lugar –dentro del propio país– a la diferencia). Y así como van morfando dinámicamente según los colectivos y los espacios, también lo hacen de acuerdo a los momentos históricos.
Cada individuo guatemalteco tiene evidentemente su forma distintiva de ser, que va asociando como quiere o puede con la forma de ser de su cultura englobante. Nuestra idiosincracia al final termina siendo bastante sofisticada (aunque menos sofisticada, creo percibir, que en otros países, por varias razones tales como el tamaño de nuestra geografía o –cabalmente– nuestro modo de ser). Hay variables disgregadoras de eso que podemos llamar un modelo nacional, pero ello no quiere decir que no podamos adivinar ciertas corrientes o plantillas cohesivas y medulares, que van formulando un contrato o pacto abierto de identidad.