Seguir es lo que nos gusta: sigamos
pues.
Tradiciones mayas, criollas y mestizas:
las hay para todos los gustos. Nos cautiva lo milenario y lo que huele al
armario de la abuela. No cambiamos mucho ni rápido, aunque para decir lo justo,
cuando por fin cambiamos, el cambio es solido, no es aire.
Pareciera que el mundo del guatemalteco
es uno muy definido, excesivamente estable. Incluso como ruptores somos
tradicionalistas –y no aceptamos que alguien difiera de modo distinto. El
guatemalteco siempre quiere redimirse a sí mismo a través de la continuidad. No
hay ninguna cosa demasiado repentina en el llamado chapín: el connacional ama
las configuraciones inalterables, paternales, incluso las que odia, incluso aquellas
que lo tienen de rodillas. Eso le hace un ser constante, por un lado, pero por
el otro le convierte en un inmovilista, y asimismo en alguien que inmoviliza al
vecino. Sencillamente no le gusta que avance, incluso adora que retroceda. Lo
de la olla de cangrejos es completamente real, pasa que es una analogía que a
veces se utiliza tendenciosamente para alejar la crítica, y eso tampoco lo
vamos a permitir. Por demás, refrenar la crítica también es una forma de ser
“cangrejos”.
Añadamos que el guatemalteco es
ligeramente xenófobo, en el sentido genérico de que desconfía del Otro pues
trae aires de alteridad (“¡injerencia extranjera!”, exclaman, violáceos) y
porque el Otro es aquel que le refleja sus propias inconsistencias. Un ejemplo:
da risa, es decir tristeza, cuando el guatemalteco se pone a hablar tanta mierda
de los mexicanos (más recientemente de los suizos).
Por supuesto, aquel que se atreva a
salir del orden establecido será inyectado con una amarillenta dosis de culpa.
La culpa heredada y colectiva transforma diabólicamente la pureza de un pueblo en
un puritanismo degradado y artificial.
Conservadores somos, y de hueso
colorado. Comedidos, contenidos y catequistas. Es una represión asumida y
callada. Pero luego hay otra clase de represión, más explosiva y abierta, que
se activa cuando mezclamos los propios credos e idearios con las más carnívoras
predilecciones marciales, en cuyo caso pasamos de la prédica deprimida y
desdentada a una especie de orgía enfogonada de supremacía moral y bíblica
(todo lo cual aplica a lo político y lo ideológico también). Se ve que somos
tan católicos como evangélicos.
¿Qué más? Cuando estamos inscritos en
una línea, en un engranaje, nos sentimos perfectamente en casa, pronto incluso
nos inflamos, nos abultamos lo indecible. Eso explica el mal modo de aquellos
que han estado demasiado en un puesto, y lo perciben ganado. Cuántos
burócratas, ratas de escritorio, funcionarios pálidescentes, y protectores
públicos o privados creen que por ser parte de un sistema están exonerados de
dar una sonrisa, supurando apatía o agresión. En el sector servicio, lo mismo.
Luego hay que decir lo obvio: el
verticalismo en su manifestación enferma se traduce como prepotencia injusta,
como opresión jerárquica, y desde luego como exclusión, en múltiples variantes:
segregación económica, gélido clasismo, nacionalismo egótico, racismo tan
profundo, discriminación por género y de orientación sexual. La homofobia es
rampante, dando lugar a toda clase de vidas reprimidas y existencias de clóset,
muchas de doble rasero.
En fin, es el guatemalteco que establece
un nauseabundo sentido de superioridad sobre sus compatriotas. O,
recíprocamente, un nauseabundo sentido de inferioridad, de sumisión, ya sea en
relación a otros guatemaltecos, o bien a un grupo de extranjeros (por ejemplo a
los gringos, como se vio en 1954).
Porque atacamos y devaluamos al otro, y
porque nos atacamos y devaluamos a nosotros mismos, es que nuestra autoestima
colectiva está por los suelos. Es la guerra de los estereotipos.
De otro lado, hay que entender aquí que
nuestra rigidez identitaria ha adoptado un carácter patrilineal. De manera que
cuando nuestro espíritu guerrero –profundamente masculino– se une con nuestra intensa
inercia atávica eso se traduce como patriarcado. Es la tradición de la
violencia –resentida, miedosa, fanática, maniquea, iracunda– y nuestras
mujeres son por ello las más agredidas. En general es lo que asesinamos,
culturalmente: el espacio femenino, imaginativo, horizontal, de la vida patria.
En eso de la intimidad, somos totalmente
subdesarrollados. Podríamos ser individuos abrigadores de tiempo completo,
seres cuidadores y receptivos, pero la tradición de la agresión se ha
sobreimpuesto sobre nuestra delicadeza, por un lado, y por el otro sobre nuestro
sentido de resistencia y sacrificio, un rasgo muy admirable (siempre y cuando
no se convierta en martirologio y autoflagelo). La violencia verticalista,
unida a nuestra sempiterna indiferencia cínica, explica por qué siendo tan
gregarios somos incapaces de crear movimientos, organizaciones y
manifestaciones que de veras transformen el imaginario y orden social.
En esta cultura patriarcal, lo único que
nos sacude y nos importa es el éxito y el poder, con su solemnidad, su falta de
humor sano, su gravedad basal. Esa gravedad es el medio de cultivo de
dictadores y represores y en general de tantos paisanos–Napoleones que siempre
quieren llevar la razón y regimentar demagógicamente los espacios de los demás.
Lo mejor que pude haber hecho, a los
veinte años, es irme emputado de la casa paternal: no hay cosa más urgente que
matar al padre. Hay personas, en este país, que a los treinta todavía cohabitan
con sus viejos y viejas y hablan y actúan como ellos. Es triste y una
vergüenza.
Y cuando por fin se van, los jala la
(asquerosa) querencia. Es decir: nunca se van del todo.
La otra vez, estando en un restaurante
(supuestamente contemporáneo) de la zona 10, me di cuenta que la música que
tenían allí puesta era música de hace más de tres décadas. El puro cáncer de la
nostalgia.
En este estudio general de nuestras
propensiones he pecado de algo: he analizado más que nada las sombras de estas
propensiones, y no sus luces. Pero como dije en algún momento estas
propensiones no son en su origen ni buenas ni malas. Bueno es cuando usamos una
determinada pulsión para elevarnos. Malo es cuando tomamos la misma pulsión y la
contaminamos con una agenda ambigua o corrupta.
Eso aplica al hecho de ser conservador.
En efecto, ser conservador es un hecho neutral, que a partir de allí puede
manifestarse de modos sanos o insanos.
Un modo insano de ser conservador es cuando
lo tradicional deriva a lo clónico, a la copia despersonalizada y al
copy/paste.
Vivimos en una cultura que se limita a
reduplicar contenidos, a robar ideas y realidades, a repetir lo que ya se hizo.
Se ha notado además que
esta es una cultura que, no solo celebra la uniformidad, además castiga la
diferencia, ahogando activamente cualquier asomo de instinto creativo.
No importa si se trata de un edificio,
una campaña publicitaria, un tuit, un sonido para una rola, o un compartimiento
en un grupo de Doce Pasos. En este país, todo el mundo se lo fusila todo, todo el
tiempo. La explicación está en la pereza, poca creatividad, en la falta de un
imperativo de autenticidad. Y luego esos mismos gárrulos sin espíritu,
palabreros sin substancia, indignados porque un politicastro se roba una tesis,
por ejemplo, como si no fueran ellos mismos una perfecta copia de algo ajeno. Y
todavía consiguen convencerse de que lo que están haciendo proviene de ellos y
nadie más.
Solo seremos héroes cuando dejemos de
copiar. No hay tal cosa como un heroísmo prestado, importado. No quiere decir
que no podamos descubrir fuera del propio contexto nuestra leyenda íntima. Hay
toda una cepa de heroicidad viajera, nómada o inmigrante, y algunos colocan en
esa franja a Ricardo Arjona, nuestro provenzal Bilbo Baggins, en estirado.
Pero tiene que quedar claro que héroe es
quien ha realizado su proceso de individuación, esto es: quien ha tenido el
coraje de abismarse en sí mismo, el valor de ser lo que es. Los héroes
artificiales y manufacturados no funcionan más allá de lo decorativo. Por eso no
funciona el mito de Tecún Umán. Por eso y porque no es un héroe ganador, sin
ser tampoco un antihéroe. Lo mismo ocurre con muchas de nuestras figuras
históricas (como el recientemente celebrado Árbenz) que residen, más bien, en el limbo, en la región
abortiva de los héroes.
No quiero tirar al bebé con el agua
shuca, pero sí quiero apuntar cómo muchos de nuestros idealismos líricos,
remachones y regresivos están construidos sobre derrotas o empresas pasadas y fallidas,
que chapuceamos tristemente.
Por supuesto, no es que no haya que
conservar: ¡tantas cosas que merecen ser conservadas, en nuestro país, y para
ello se requiere una personalidad conservadora!