De nuestra espíritu gregario y acomodaticio se
puede decir muchísimo, pero diré poco.
Diré que el guatemalteco no es de la clase de
habitante ruinoso que le pedís una dirección y te devuelve un escupitajo
rugiente. Muchos consideran, y yo entre ellos, que aún podemos encontrar buenas
maneras en el pabellón de la convivencia nacional.
Es correcto decir que la vida urbana –la vida moderna–
ha traído indiferencia, ha traído frialdad al espacio intersubjetivo. Es verdad
que las condiciones de vida actuales –con sus oleajes de miedo y agresión– nos dificultan
regalar una sonrisa. Estamos viviendo un momento de contracción en nuestra
consciencia relacional, pero ello no tiene por qué ser algo definitivo. De
hecho, pervive en el guatemalteco una cierta amigabilidad, una especie de
energía considerada, y me arriesgaré a decir que, en ciertos momentos
crepitantes, incluso alguna camaradería empática.
Lo malo es que a menudo esa energía brota como
hipertrofiada complacencia, que por supuesto da asco; otras veces degenera en
manipulación, a ratos muy ladina; o bien se transforma en populismo, en chumul,
pues.
Como ya dije, los guatemaltecos somos
profundamente gregarios–vicarios–súbditos, y damos muy poco lugar al individuo,
o lo que es lo mismo, al disentimiento. Al guatemalteco, ya de sí, le gusta
ahorrarse a veces los enfrentamientos y las comunicaciones frontales, por su
forma de ser tan retentiva, pero ello combinado con su pretensión de no
desagradar, se vuelve una receta letal para la conflictividad congelada, que
revienta como violencia, o encalla en depresión.
Otra cosa que he comprobado es que en su afán de quedar bien y ser aprobado por el otro, o de impresionarlo, el guatemalteco gustosamente se transforma en un charlatán, en una cotorra.