De entrada, urge que magneticemos todas las
fuerzas, recursos y voluntades disponibles para asegurar las necesidades
primarias (alimentación, salud, abrigo, vivienda, educación) y podamos así salir
de la pobreza extrema, el hambre crónica, la marginalidad profunda, sea rural o
urbana o migrante. Mientras no resolvamos ese nivel basal de la realidad, todos
nuestros intentos por evolucionar se quebrarán sin remedio, serán intentos malogrados,
abortos.
Mientras unos se quedan sin vivienda a raíz de
un deslizamiento causado por una simple lluvia, otros viven en
mansiones–búnkeres de millones de dólares. Siempre está ese alguien cuyo estilo
de vida niega escandalosamente el acolmillado subdesarrollo que lo rodea, o más
satánico aún: que extrae sus privilegios de la miseria de otro. Es inaceptable.
Luego hay quienes pretenden que la caridad, el
entusiasmo optimista, el turismo de la miseria, la responsabilidad social, o la
repartición clientelar de canastas, son estrategias válidas para llenar los
enormes agujeros negros del país. Pero estos intentos son escasos, incapaces, y
a menudo, contraproducentes.
En principio porque no atienden las causas
estructurales de los problemas, como ya se ha señalado hasta el hartazgo, pero
además porque no enseñan a la gente, como se dice, a pescar. No pocos de esos
enfoques implican, velada o abiertamente, alguna versión negativa de
verticalismo cultural, que yerra siempre porque no comprende la lógica del
nivel auténtico al cual los problemas suscritos pertenecen. Ocurre con
frecuencia que las ayudas otorgadas no son orgánicas respecto a aquellas
personas que padecen las grandes insuficiencias.
Quiero añadir que migrar de un contexto maligno de sobrevivencia al respeto incondicional por la vida (no solo humana) incluye una seguridad ciudadana básica, libre de todo temor intestino. También supone la regeneración y mantenimiento de la esfera biológica y los recursos naturales, para una ecología sostenible.