Si yo le pido
a Vd. que me traiga un gramo de Guatemala, un gramo de guatemalidad, muy
seguramente lo pondré en problemas.
No faltará,
eso claro, algún iluso que toque a mi puerta y me traiga un gramo de fibras extraídas
del pigmento azul de una bandera nacional, o bien ponga en mis manos un gramo
de tamal o chuchito o un gramo del agua del lago de Atitlán. Así somos de
burdos.
El año pasado
escribí un texto llamado “Tú nada comprendes, chovinista” (el título nace de
una frase de Cardoza). El mismo lo encuentran ustedes en mi blog Salivario.
Allí abordo, entre otras, una cuestión evidente pero delicada: en última instancia,
lo nacional no existe, es una abstracción.
Cito aquí el
mentado texto: “La
gente –que no gusta tanto de las abstracciones– va construyéndose su patria a
puros olores, comidas, imágenes y tal: la patria como fiambre, como bebida
fermentada, como cántico de estadio, como accidente topográfico.”
Pero incluso como
abstracción, como pretensión metafísica o histórica, la patria es imposible: “¿Qué
es la patria? ¿El DPI (antes la cédula)? ¿Un símbolo patrio? ¿Lengua o idioma?
¿Es acaso un mártir? ¿Un prócer? ¿Cierta selecta geografía? ¿Una frontera? ¿Una
historia que comparten los muertos (y luego los vivos re–viven, re–asumen
tantálicamente para sí mismos)? ¿Un porvenir irrealizado? ¿Un karma?”.
Y desde luego añado:
“Todo eso es
deconstruible; nada es mejor por ser propio; lo propio nunca termina de
existir.”
La identidad colectiva, en rigor, no
existe, salvo como consenso, por tanto como ficción. Además podemos decir que
hay tantas Guatemalas como guatemaltecos, y muchas más.
Pero tampoco vamos a negar que hay características
nacionales más o menos reconocibles (de otro modo caeríamos en una peligrosa
forma de nihilismo). Sin encallar en definiciones esencialistas, podríamos dar
acaso unos ejemplos.
Así, siempre me ha llamado la atención
cómo nunca nos conformamos con nada –nada nos gusta– y sin embargo somos unos
conformistas de primera. La razón es que hay aquí dos pulsiones distintas
operando y la mezcla de ambas rinde una mancuerna mutante.
Para empezar está la tendencia al
disentimiento, que puede ser buena, pero también puede llegar a ser muy
destructiva. A veces nos enjaulamos en una crítica resentida, inelegante,
intolerante, sin humor, rígida y descalificadora.
Y Dios guarde muestre alguien señas de
aprecio o admiración por otro: muy pronto es acusado de complacencia o
compadrazgo.
En términos generales, parece ser que
los guatemaltecos nos conflictuamos por todo y por nada.
Por otro lado nos encanta evitar el
conflicto: entra a jugar el guatemalteco suave y moderante. Eso es visible
especialmente en ciertas poblaciones mayas. He visto mujeres indígenas, por
caso, sentadas en el mercado con una dignidad pacífica increíble, en una
posición perfectamente serena, con una energía hermosa, sana, equilibrada, contemplativa,
como si fueran yoguinis.
El problema es cuando nos volvemos excesivamente
tímidos y complacientes con las circunstancias, y recibimos los peores abusos
sin ya siquiera movernos. Así pasamos a ahogarnos en las aguas de la inercia.
Es sabido lo mucho que los guatemaltecos tenemos de procrastrinadores,
eternizadores, inoperantes, anal–retentivos, dogmáticos y conservadores, a
veces. La acción es una y otra vez negada y detenida, por tanto no hay
construcción social, ni pulsión histórica viva.
A esta pereza cultural se agrega otra
clase de complacencia: la necesidad de conformarnos al otro, de buscar su
aprobación (que riñe con esa otra propensión nuestra, antes mencionada: la de
desvalorizarlo). Peligroso, pues ocurre muchas veces que la medida de nuestra
autoestima está en la imagen que el otro construye –o creemos que construye– de
nosotros mismos.
Es por querer manipular esta imagen que el
guatemalteco se vuelve histriónico, mentiroso, charlatán, cuando no envidioso, pretencioso,
copión y arribista, perdiendo su capacidad natural de ser auténtico, su
tranquilidad, su sentido discriminador y su fuerza autocrítica.
Es totalmente cierto que hay una parte
del guatemalteco de veras generosa, empática, amigable, servicial, incluso
sacrificial. Por tanto muchos extranjeros se sienten muy cómodos en Guatemala (otros, en cambio, no: les parecemos enmielantes,
o llanamente sosos). Siempre y cuando no cedamos a la manipulación, la
sensiblería, el control posesivo, y siempre que no nos disculpemos por todo
hasta el punto del asco (y siempre lo hacemos) somos criaturas relativamente
estimables.
Siendo así de amistosos, no dejamos
entrar a cualquiera a nuestro mundo. Es porque desconfiamos. Con lo cuál
encontramos aquí otra de nuestras inclinaciones psicogregarias: el miedo. Nada
nos gustaría más que nuestra existencia fuera completamente segura, lo cual nos
hace prudentes, pero a veces tanto instinto de seguridad se desborda, y se
vuelve todo fuente potencial de conflicto y hostilidad. Eso explica por qué abundan
los bunkers suburbiales en toda la ciudad y por qué usamos tantos malditos
diminutivos (achicamos el mundo para hacerlo seguro y administrable).
Hay razones legítimas para tener miedo, pero
luego es cierto que hemos creado, inconscientemente, una situación colectiva
que confirma nuestra tendencias paranoicas. Tenemos miedo de nuestra realidad,
pero resulta que nuestra realidad es una manifestación de nuestro miedo.
Por aparte, hay esa cepa de recelo en
nosotros que se traduce como duda procelosa, falta de asertividad y confianza,
carnosa vergüenza, y un sentirse inadecuado. Es todo muy larval.
Cuando nuestros miedos se juntan con
nuestras inercias, caemos pronto en la parálisis.
Y cuando nuestras avaricias se juntan
con nuestra pavores, nos volvemos ajedrecistas oscuros y temibles.
Es el guatemalteco cruel y experto en
derruir al otro, el maligno de las cábalas retorcidas y los chismes–chistes deletéreos.
El político turbio, el abogadillo sin escrúpulos... Es por supuesto el
despreciable ostracista. El extorsionista, el secuestrador, el espectador que
atestigua como linchan al otro sin inmutarse. Es la mujer que deja al marido
sin nada; o el marido que mata, calculadamente, a la esposa –quedándose con todo.
Ese poder de cálculo nos ayudaría a
resolver nuestros problemas si lo encauzáramos hacia finalidades superiores. Tal
capacidad de concentración podría rendirnos y nos rinde a veces sujetos curiosos,
competentes, investigadores e intensos, que en los pliegues de sus consciencias
implosivas manufacturan perlas visionarias, mundos extraños y formidables para
dar al mundo.
Si tan solo no nos perdiéramos en un
universo de comentarios improductivos y preocupados... Como el connacional que
lo comenta todo, en plan disentería, chisgueteando. O bien creando una gélida
distancia con lo comentado. Recurre a la explicación objetivante–cosificante (además
de moralista, a veces esnob) para interrumpir cualquier genuina intimidad. Allí
lo tienen: el Columnista de Opinión: el que lo sabe todo de todos y de
cualquier cosa... El troleador resentido, cáustico, fóbico, mezquino... El que
vilipendia a todos en la sobremesa… En verdad nos pasamos de listos, los
chapines. Y ni siquiera somos tan inteligentes.
Luego está el que jamás dice nada, sirviendo
desde su apatía profunda, y desde su crónico aislamiento, al Dios de la
indiferencia. Una discreción compulsiva que roza muchas veces lo criminal.
A veces este silencio intencionado solo espera.
Espera para dar la estocada sangrienta en el momento adecuado. Escalofriante.