8.6 HACIA UNA CONSCIENCIA SOCIAL SANA

Por supuesto, la cultura autonómica del éxito y del dinero tiene sus riesgos y vicios y hay que subrayarlos: vicios como la explotación humana y ambiental, el grosero oportunismo, el negocio turbio, el manoseo de las legalidades, administrativas o gubernamentales, el fariseo régimen de las apariencias, la superficialidad rapaz, la motivación vacía, el materialismo, el trabajolismo y burnout, la búsqueda predadora de status, la alienación, la desconexión, frialdad social, el hedonismo descarriado.

Son muchos los agentes de este tipo de vida que observan además un insoportable, impaciente sentido de superioridad, pseudointeligente, pretensioso, esnobista, actitud que a todas luces les prohíbe compartir y apreciar al otro, y de veras mezclarse con él. Más bien se encierran en entornos–burbuja, en una vida ideológicamente fría, rechazante y abstracta, más y más lejos de la realidad circundante y sus vulnerabilidades.

Todo lo cual es, por decir lo menos, enfermizo. Porque hay cosas elementales en la vida. A nivel nacional, prioridades que no pueden ser circunvaladas, en la educación, en la salud, por ejemplo, y no solo en dichos sectores. Cada cual en sus términos y de acuerdo a sus propensiones, deberá colaborar con el desarrollo y fortalecer la esfera colectiva. Como se dice, nadie llegará a la meta hasta que lleguen todos por igual.

Es precisamente por ello que no podemos darle la espalda a la cultura del bienestar, que resulta ser una plataforma realista para el activismo comunal verdadero. En efecto, ¿qué vamos a dar si no tenemos nada?

Los activistas que trabajan en condiciones escasísimas descuidan a su sus familias, su fisiología, pronto se queman, al punto de terminar frustrados y resentidos ya no solo con los que disienten con ellos, sino a veces incluso con aquellos a quienes pretenden auxiliar. Si tan solo aprendieran un par de lecciones de esos mismos productores y empresarios a quienes tanto repudian, podrían crear modelos más arraigados y sostenibles de entrega, y además sin la mentalidad y autojustificación mártir.

Aprovecho aquí para decir que esta mentalidad mártir los pone en situaciones en donde no pocas veces reciben mucho daño, en donde incluso a veces dan, sin saberlo, o ya sabiéndolo, la vida. Decir que el sistema es el único culpable de ello es infantil: siendo responsable el sistema, lo es de modo equivalente el individuo. Estoy hablando de esas personas que en su ignorancia o en su temeridad subliman con idealismo rabioso su propio instinto autodestructivo y suicida. Es lo que en inglés llaman un death wish. Decir esto en ciertos círculos es más que tabú.

Es con una vida más o menos integrada y feliz como mejor podemos ocuparnos de crear una vida comunitaria total: justa y consistente, igualitaria y pluralista (lo cual implica apertura hacia el reino animal, vegetal y mineral), sensible y solidaria, comprometida y dinámica. 

Puede que algunos estén cabeceando del sueño, o arrancándose los pelos de la irritación, mas sin embargo estas son todas nociones, por muy idealistas, importantes. Hay que pedir testimonio de una mejor conversación social, más segura, más calurosa, más armoniosa, más sana. La horizontalidad como principio superior. En este nivel de consciencia, el entendimiento comunal adquiere una autoridad sin precedentes.
           
Se entiende que las leyes y el orden son buenos sin son para todos, si representan el grueso de la población, y si no privilegian a unos sobre otros. Son horrorosos por ejemplo esos desalojos desalmados, a veces con muertos y siempre con golpes. El enfoque simple y básico es de igualdad. Todas las perspectivas son iguales en el sentido de que todas tienen derecho a ser, y de hecho, son.
           
Cuando decimos que las perspectivas son iguales no queremos decir que no haya lugar para la diferencia. Siendo iguales, somos distintos. Entra a jugar la tolerancia, que no es otra cosa que la aceptación de la diversidad. Siempre y cuando podamos celebrar esta diversidad sin caer en el lado bestial de lo políticamente correcto, estaremos más o menos bien. Una de las cosas sospechosas de la corrección política es que al deificar la diferencia crea escenarios fantasiosos de exclusividad –tan a menudo paternalistas o  maternalistas– que rebasan la mera compensación social. Y luego está esa corrección política que es muy aprovechada, pues vive literalmente del otro.
           
No es que beneficio y caridad no puedan ir de la mano. Por supuesto que pueden ir de la mano, y de hecho es lo recomendable, como ya expliqué en párrafos anteriores. Lo que no podemos tolerar son todas esas formas de explotación discursiva y material que se disfrazan de abnegación o responsabilidad colectiva, cuando en realidad están construyendo una monstruosa plataforma de dinero, gratificación y prestigio.
           
Contra tanta venalidad, hay una forma de sensibilidad que posibilita la libertad relacional verdadera. En su lado más activo, se traduce como lucha contra la indiferencia, por virtud de la entrega social, un valor sublime. En Guatemala hay muchos ejemplos de individuos desinteresados, con gran vocación de servicio, que no buscan mórbidamente pago o reconocimiento, y sirven minuciosamente su causa, sin desviarse.

La clave es servir sin caer en la indignación barata, chirriante: la clase de indignación que lo enruida todo. Peor cuando es una indignación abstracta, borrosa, que no sabe delimitar las situaciones ni acusar en concreto.
           
Hemos de reconocer que hay modos de oposición que no suman nada (a veces por el contrario restan, desmejoran la situación) y son una completa pérdida de tiempo y energía. Cuántas personas invierten su poder de resistencia en causas clausuradas o perdidas, sin percibir que otros sistemas más abiertos podrían beneficiarse de esa misma entrega.
           
Yo desconfío bastante del activismo intoxicado, irreal, quijotesco, hipersensible, etéreo. También del activismo que conlleva una apertura excesiva y enmielada hacia toda clase de agendas, desfigurándose en dispersión, no pocas veces en frivolidad, a menudo en frustración.   
           
La gran enemiga de los activistas sociales es por supuesto la frustración. Nos referimos a la frustración improductiva, habiendo también una frustración fértil, creadora. Empujemos el cambio, sí, pero entendiendo que la capacidad de cambio del mundo, y del propio país, es limitada, y que no siempre sirve ponerse convulsivos al respecto.
           
Personalmente creo que cada quien deberá escoger una o dos batallas realistas, y luego librarlas sin prisa y sin pausa, sin infladas expectativas, abandonando los frutos de la acción, como recomienda alguna escritura anciana.
           
Quienes no ceden los frutos de la acción están condenados a un pesimismo mórbido, cínico, resentido. Detestables personas que nos endilgan su cuita y desesperanza y que, cuando no respondemos a su versión encharcada del mundo, nos acusan de traidores, de indiferentes, de superficiales.
           
Una indignación equilibrada nos llevará muy lejos, en esta maratón interminable.

Equilibrio. En términos generales, es trascendental no sucumbir a cualquiera de las dos aristas patológicas del posmodernismo: inaguantable corrección política o desacralización compulsiva. A menudo ambas se sostienen y nutren parasitariamente, de tal manera que podemos hablar de un relativismo totalitario, o bien de un integrismo de lo relativo, de lo periférico, de lo insolente y de lo individual. ¿Cuántas veces no hemos visto cómo la vendetta progre y antiestablishment se torna en otra forma de congelación y de jihadismo?
           
Esto es importante: la liberación de las perspectivas trajo consigo una nueva reificación de perspectivas, una nueva oleada de concentraciones mórbidas. Irónicamente, muchos centros de idealismo posmoderno se vuelven persecutorios ya sea respecto a los antiguos amos discursivos pero también respecto a nuevos agentes transversales, que yacen alejados de los breviarios posmoideológicos de turno, sean por igual eurocéntricos o  descolonizadores. Cuando desconfiamos de esta neomarginalidad (que podemos llamar, más correctamente, marginalidad–siempre–emergente, o arreferencialidad radical) nos estamos perdiendo de una tremenda fuente de energía creativa.
           
Todos conocemos a una feminista rematada, a un defensor obcecado de los derechos animales (yo,  a menudo), a un babeante revolucionario, a un secularista insoportable, que por estar inmerso en su exclusiva zona de interés ya no percibe otras formas de ver y restaurar el mundo.
           
A veces las suyas decaen en formas de acerbo fanatismo, fervorosa intolerancia, idealismo agresivo, dogmatismo comunal, culpa social tóxica, autoimpuesta o impuesta al otro. También hay una tendencia al dramatismo o sentimentalismo trágico, en donde no ingresa ni una puta gota de humor, o en donde hay un falso humor.

Para no perder el humor, ser políticamente incorrecto es completamente necesario.

El asunto es no pasarse. O bien pasarse, pero con sabiduría y diseño, para que luego no hayan secuencias y consecuencias estúpidas, perder la vida es un ejemplo. Ser irreverente no es ser inconsciente, irresponsable. Hay que ser responsable de la propia irreverencia. No podemos ser como los niños, y creer que nuestro humor flota por encima de los karmas.
           
Hace un tiempo escribí una columna en dos partes llamada Humores que matan (encontrable en mi blog Buscando a Syd) y allí dije:
           
“La ironía patológica se vuelve a menudo conductora de un statu quo. Pasa por libre, sí, pero es reaccionaria, sirviendo agendas inconscientes, incluso conscientes, de agresión, defendiendo determinados centros fríos, en el interior de las personas y colectivos. Podemos aceptar un poco de guasa y bullying, siempre y cuando no sea gratuito, y surja en el contexto apropiado. Pero sin olvidar que, cuando todo haya sido milimétricamente ironizado, lo único que quedará es una gran risa retorcida, en un estéril osario.”

El posmodernismo trajo valores increíbles, pero también trajo un lado furiosamente narcisista e inmaduro a nuestras relaciones intersubjetivas. ¿Cómo es que, cuando los platos se quiebran, la culpa resulta siempre exclusivamente del otro, esto es: del Tirano, del Prelado, del Oligarca, del Comunista, del Presidente, del Narco, del Sicario, o quien sea la figura del momento en la cual estemos depositando nuestras frustraciones sociales?
           
Una posición cuyo locus externo no solo no quiere ver la propia responsabilidad en la estructura general del problema cultural a resolver, sino que además se vuelve convenientemente dictatorial en su modo de señalar culpables. No es cuestión por supuesto de eximir a estos sujetos sociales de toda culpa, cuando la haya, sino de preguntarse si no se necesitan dos para bailar el tango, o como se dice, si no tenemos el gobierno–realidad que nos merecemos.
           
A menudo tiramos la piedra y luego escondemos la mano, y además con el cartelito conveniente de la libertad de expresión colgado beatíficamente del cuello. La responsabilidad, no obstante, es interdependiente, y es universal.

Definitivamente, me parece que hay que cuidarse del relativismo mórbido, esa horizontalidad circular en donde ya no hay lugar para la autoridad o la jerarquía o la verticalidad, y más que nada, en donde ya no hay lugar para lo sagrado, y aquí se entiende lo sagrado por supuesto en su acepción abierta.

En términos prácticos, el desconfiar de la jerarquías y el no saber cristalizarlas hace que las organizaciones demasiado horizontales se vuelvan inoperantes, deslideradas, incapaces de movilizar recursos y personal, o de proveer inspiración de calado que no sea lateral y endogámica.

No es infrecuente que los activistas grassroots sean incapaces de montar proyectos de largo plazo y de envergadura. Especialmente cuando les gusta la vida relajada, alejada y alternativa en un pueblo en el interior...
           
Si no son ateos rematados, y si tienen alguna tendencia al optimismo sutil y místico, van mezclando su lucha con lugares comunes sobre el amor universal, mientras fuman unos purotes de buena yerba, y se meten uno que otro enteógeno, al lado de algún cuerpo lacustre. Luego terminan perdidos en alguna secta chamánica, contando mantras hasta el infinito.
           
Estoy bromeando, más o menos. Lo cierto es que no tengo nada en contra de la simplicidad voluntaria ni la vida retirada, muy al contrario, y yo mismo, en cierto modo, la practico. Siempre y cuando no se convierta en un modo conveniente de evadir las complejidades del momento crítico que estamos viviendo, en lo íntimo y en lo social.
             
Tampoco es que no existan frentes muy serios de compromiso en el país. Abundan ejemplos de organizaciones y redes de solidaridad muy concretas y disciplinadas, con personas extremadamente formadas e informadas, de mucho carácter y de muy notable alcance, dispuestas a hacer el trabajo sucio.
           
No quita que existan otros idealistas completamente incapacitados para crear cambios en las metaestructuras, especialmente porque al desconfiar del universo del poder y los ambientes jurídicos, no se meten a esas aguas, cuando solo allí podrían ganarse ciertas batallas.
           
A veces hace falta un poco de realpolitik para conseguir resultados. Un problema es que sobran aquellos que no quieren mancharse las manos. Por lo mismo no desean entrar a un mismo cuarto con sus antípodas políticos: semejante conversación les mancillaría su precioso e inmaculado discurso. Dejando así a acolmillados o advenedizos en completa libertad de ocupar las plazas clave de poder.
           
La verdad es que quieren (o queremos, debería de decir) permanecer puros y héroes en la propia torre de cristal ideológica, hablando de política, pero fuera del fango.

Y sin embargo es imposible salvar el culo y las apariencias al mismo tiempo.
           
Y sin embargo el culo hay que mojarlo.

Así vamos pecando todos... Nunca faltan los peones progres, enmielados e ingenuos, que nos hinchan a todos los huevos con sus pequeños discursitos chapoteantes, en donde no se ve por ningún lado la lectura o la experiencia… Los que terminan sustituyendo el genuino ethos político por un lirismo barato, beato e inconsecuente, cuando no idiótico... Los que pierden el tiempo con blancos fáciles, seguros… Los que se extravían en inocuas abstracciones… Que hablan desde la pura fantasía doctrinaria, y residen en un perfecto cuento de hadas, de hadas y ogros… Los que, en su dogmatismo blanco y negro, nunca saltan al otro, por mucho que se llenen el hocico de grandes palabras como diálogo, como pluralismo... Casi tan desagradables como esos que creen que tienen algo demasiado importante y trascendental que heredarle a las futuras generaciones... Piensan que lo están cambiando todo y no están cambiando un carajo… Los que, no bastándoles el presente, quieren apropiarse del porvenir, como ya lo hicieran del pasado... Los paranoicos irremediables... Los que queriendo ayudar, ensucian, empeoran... Los agitadores de facebook, que revientan o pontifican, pero eso sí, en la perfecta entelequia de su mullida poltrona…. Y aquellos propagandistas que alegan por todo, por ejemplo en la sobremesa, pero nada hacen, nada resuelven, no aportan genuina información ni claridad orientadora, no plantean soluciones concretas más allá de las decorativas, no accionan, no participan realmente, no lideran, no dan el ejemplo, no sirven y de nada sirven, solo hacen ruido, insultan a todo el mundo, se burlan de cada quien, y escriben sus posts en mayúsculas, siendo unos mocosos descalificadores, desdeñosos, envarados y condescendientes, que ignoran las reglas de la comunicación elemental. En suma: unos léperos ideológicos. Todo lo anterior aplica por igual a activistas de izquierda y derecha. En términos generales, sin su preciosa indignación, muchos críticos de uno u otro signo se quedarían sin razón de ser (y algunos sin changarro) y por tanto lo peor que les podría pasar es que el sistema de veras se arreglase. Hablaremos en ese sentido de una indignación u oposición cómplice, que de hecho mantiene al statu quo por medio de la polarización inmovilizadora. Es muy sutil, y puede ser consciente o inconsciente.

Solo al trascender estos y muchos otros escollos, podremos de verdad seguir con el trabajo peludo de abrir la caja de pandora de las voces y las creencias y las convicciones y las opiniones y las diferencias. Está claro que a estas alturas y ya metiditos en el siglo veintiuno, no podemos mantener una identidad o narrativa monolítica de país. El trabajo es sencillamente coral.
           
Esta coralidad no cancela la disensión, sino la protege. Así pues, lo ideal es que las masas organizadas practiquen la disidencia (productiva), la crítica (informada), la oposición (afirmativa), la resistencia (práctica), el disentimiento (digno), la ironía (sabia) y por veces la desobediencia (consciente) en relación a cualquiera de las plataformas patológicas de la administración y cultura dominantes. En suma, legitimar y estimular la lucha honesta, inteligente y sensible como ciudadanía deseable.
           
Coralidad tampoco quiere decir arreglarlo todo a fuerza de mesas redondas y debates públicos y negociaciones. Comprendamos que estas estrategias incluyentes y conversacionales no siempre son las mejores (¡oh, apostasía!). No caigamos en la autocracia del consenso. A veces la acción no consensuada es, de hecho, la más efectiva.
           
Agrego que la coralidad incluye los reinos animal, vegetal y mineral. No se puede repetir lo suficiente eso de la agenda ecológica. Antes a los que se preocupaban por la ecología los llamaban eco–histéricos. Pasadas las décadas, el término ya no se escucha en columnas y diarios locales. Cualquiera que aún sostenga que la destrucción del medio ambiente es una doctrina paranoica quedará como un imbécil. La única prosperidad posible es aquella que está consciente de que vivimos en un mundo limitado, con los recursos contados. Actuemos en consecuencia, en sana distribución, de acuerdo a las necesidades pendientes. No admitamos soluciones ambientales decorativas. Tampoco importemos modelos voraces y entidades explotacionales que solo traen miseria y destrucción a nuestro medio.
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