Por supuesto, la cultura autonómica del éxito y
del dinero tiene sus riesgos y vicios y hay que subrayarlos: vicios como la
explotación humana y ambiental, el grosero oportunismo, el negocio turbio, el
manoseo de las legalidades, administrativas o gubernamentales, el fariseo
régimen de las apariencias, la superficialidad rapaz, la motivación vacía, el
materialismo, el trabajolismo y burnout, la búsqueda predadora de status, la
alienación, la desconexión, frialdad social, el hedonismo descarriado.
Son muchos los agentes de este tipo de vida que
observan además un insoportable, impaciente sentido de superioridad,
pseudointeligente, pretensioso, esnobista, actitud que a todas luces les
prohíbe compartir y apreciar al otro, y de veras mezclarse con él. Más bien se
encierran en entornos–burbuja, en una vida ideológicamente fría, rechazante y
abstracta, más y más lejos de la realidad circundante y sus vulnerabilidades.
Todo lo cual es, por decir lo menos, enfermizo.
Porque hay cosas elementales en la vida. A nivel nacional, prioridades que no
pueden ser circunvaladas, en la educación, en la salud, por ejemplo, y no solo
en dichos sectores. Cada cual en sus términos y de acuerdo a sus propensiones,
deberá colaborar con el desarrollo y fortalecer la esfera colectiva. Como se
dice, nadie llegará a la meta hasta que lleguen todos por igual.
Es precisamente por ello que no podemos darle
la espalda a la cultura del bienestar, que resulta ser una plataforma realista
para el activismo comunal verdadero. En efecto, ¿qué vamos a dar si no tenemos
nada?
Los activistas que trabajan en condiciones escasísimas
descuidan a su sus familias, su fisiología, pronto se queman, al punto de
terminar frustrados y resentidos ya no solo con los que disienten con ellos,
sino a veces incluso con aquellos a quienes pretenden auxiliar. Si tan solo
aprendieran un par de lecciones de esos mismos productores y empresarios a
quienes tanto repudian, podrían crear modelos más arraigados y sostenibles de
entrega, y además sin la mentalidad y autojustificación mártir.
Aprovecho aquí para decir que esta mentalidad
mártir los pone en situaciones en donde no pocas veces reciben mucho daño, en
donde incluso a veces dan, sin saberlo, o ya sabiéndolo, la vida. Decir que el
sistema es el único culpable de ello es infantil: siendo responsable el
sistema, lo es de modo equivalente el individuo. Estoy hablando de esas
personas que en su ignorancia o en su temeridad subliman con idealismo rabioso
su propio instinto autodestructivo y suicida. Es lo que en inglés llaman un death wish. Decir esto en ciertos
círculos es más que tabú.
Es con una vida más o menos integrada y feliz
como mejor podemos ocuparnos de crear una vida comunitaria total: justa y
consistente, igualitaria y pluralista (lo cual implica apertura hacia el reino animal,
vegetal y mineral), sensible y solidaria, comprometida y dinámica.
Puede que algunos estén cabeceando del sueño, o
arrancándose los pelos de la irritación, mas sin embargo estas son todas
nociones, por muy idealistas, importantes. Hay que pedir testimonio de una
mejor conversación social, más segura, más calurosa, más armoniosa, más sana.
La horizontalidad como principio superior. En este nivel de consciencia, el
entendimiento comunal adquiere una autoridad sin precedentes.
Se entiende que las leyes y el orden son buenos
sin son para todos, si representan el grueso de la población, y si no
privilegian a unos sobre otros. Son horrorosos por ejemplo esos desalojos
desalmados, a veces con muertos y siempre con golpes. El enfoque simple y
básico es de igualdad. Todas las perspectivas son iguales en el sentido de que
todas tienen derecho a ser, y de hecho, son.
Cuando decimos que las perspectivas son iguales
no queremos decir que no haya lugar para la diferencia. Siendo iguales, somos
distintos. Entra a jugar la tolerancia, que no es otra cosa que la aceptación
de la diversidad. Siempre y cuando podamos celebrar esta diversidad sin caer en
el lado bestial de lo políticamente correcto, estaremos más o menos bien. Una
de las cosas sospechosas de la corrección política es que al deificar la
diferencia crea escenarios fantasiosos de exclusividad –tan a menudo
paternalistas o maternalistas– que
rebasan la mera compensación social. Y luego está esa corrección política que
es muy aprovechada, pues vive literalmente del otro.
No es que beneficio y caridad no puedan ir de
la mano. Por supuesto que pueden ir de la mano, y de hecho es lo recomendable,
como ya expliqué en párrafos anteriores. Lo que no podemos tolerar son todas
esas formas de explotación discursiva y material que se disfrazan de abnegación
o responsabilidad colectiva, cuando en realidad están construyendo una
monstruosa plataforma de dinero, gratificación y prestigio.
Contra tanta venalidad, hay una forma de
sensibilidad que posibilita la libertad relacional verdadera. En su lado más
activo, se traduce como lucha contra la indiferencia, por virtud de la entrega
social, un valor sublime. En Guatemala hay muchos ejemplos de individuos
desinteresados, con gran vocación de servicio, que no buscan mórbidamente pago
o reconocimiento, y sirven minuciosamente su causa, sin desviarse.
La clave es servir sin caer en la indignación
barata, chirriante: la clase de indignación que lo enruida todo. Peor cuando es
una indignación abstracta, borrosa, que no sabe delimitar las situaciones ni
acusar en concreto.
Hemos de reconocer que hay modos de oposición
que no suman nada (a veces por el contrario restan, desmejoran la situación) y
son una completa pérdida de tiempo y energía. Cuántas personas invierten su
poder de resistencia en causas clausuradas o perdidas, sin percibir que otros
sistemas más abiertos podrían beneficiarse de esa misma entrega.
Yo desconfío bastante del activismo intoxicado,
irreal, quijotesco, hipersensible, etéreo. También del activismo que conlleva
una apertura excesiva y enmielada hacia toda clase de agendas, desfigurándose
en dispersión, no pocas veces en frivolidad, a menudo en frustración.
La gran enemiga de los activistas sociales es
por supuesto la frustración. Nos referimos a la frustración improductiva,
habiendo también una frustración fértil, creadora. Empujemos el cambio, sí,
pero entendiendo que la capacidad de cambio del mundo, y del propio país, es
limitada, y que no siempre sirve ponerse convulsivos al respecto.
Personalmente creo que cada quien deberá
escoger una o dos batallas realistas, y luego librarlas sin prisa y sin pausa,
sin infladas expectativas, abandonando los frutos de la acción, como recomienda
alguna escritura anciana.
Quienes no ceden los frutos de la acción están
condenados a un pesimismo mórbido, cínico, resentido. Detestables personas que
nos endilgan su cuita y desesperanza y que, cuando no respondemos a su versión
encharcada del mundo, nos acusan de traidores, de indiferentes, de superficiales.
Una indignación equilibrada nos llevará muy
lejos, en esta maratón interminable.
Equilibrio. En términos generales, es
trascendental no sucumbir a cualquiera de las dos aristas patológicas del
posmodernismo: inaguantable corrección política o desacralización compulsiva. A
menudo ambas se sostienen y nutren parasitariamente, de tal manera que podemos
hablar de un relativismo totalitario, o bien de un integrismo de lo relativo,
de lo periférico, de lo insolente y de lo individual. ¿Cuántas veces no hemos
visto cómo la vendetta progre y antiestablishment se torna en otra forma de
congelación y de jihadismo?
Esto es importante: la liberación de las
perspectivas trajo consigo una nueva reificación de perspectivas, una nueva
oleada de concentraciones mórbidas. Irónicamente, muchos centros de idealismo
posmoderno se vuelven persecutorios ya sea respecto a los antiguos amos
discursivos pero también respecto a nuevos agentes transversales, que yacen
alejados de los breviarios posmoideológicos de turno, sean por igual
eurocéntricos o descolonizadores. Cuando
desconfiamos de esta neomarginalidad (que podemos llamar, más correctamente,
marginalidad–siempre–emergente, o arreferencialidad radical) nos estamos
perdiendo de una tremenda fuente de energía creativa.
Todos conocemos a una feminista rematada, a un
defensor obcecado de los derechos animales (yo,
a menudo), a un babeante revolucionario, a un secularista insoportable,
que por estar inmerso en su exclusiva zona de interés ya no percibe otras
formas de ver y restaurar el mundo.
A veces las suyas decaen en formas de acerbo
fanatismo, fervorosa intolerancia, idealismo agresivo, dogmatismo comunal,
culpa social tóxica, autoimpuesta o impuesta al otro. También hay una tendencia
al dramatismo o sentimentalismo trágico, en donde no ingresa ni una puta gota
de humor, o en donde hay un falso humor.
Para no perder el humor, ser políticamente
incorrecto es completamente necesario.
El asunto es no pasarse. O bien pasarse, pero
con sabiduría y diseño, para que luego no hayan secuencias y consecuencias
estúpidas, perder la vida es un ejemplo. Ser irreverente no es ser
inconsciente, irresponsable. Hay que ser responsable de la propia irreverencia.
No podemos ser como los niños, y creer que nuestro humor flota por encima de
los karmas.
Hace un tiempo escribí una columna en dos
partes llamada Humores que matan
(encontrable en mi blog Buscando a Syd)
y allí dije:
“La ironía patológica se vuelve a menudo
conductora de un statu quo. Pasa por libre, sí, pero es reaccionaria, sirviendo
agendas inconscientes, incluso conscientes, de agresión, defendiendo
determinados centros fríos, en el interior de las personas y colectivos.
Podemos aceptar un poco de guasa y bullying, siempre y cuando no sea gratuito,
y surja en el contexto apropiado. Pero sin olvidar que, cuando todo haya sido
milimétricamente ironizado, lo único que quedará es una gran risa retorcida, en
un estéril osario.”
El posmodernismo trajo valores increíbles, pero
también trajo un lado furiosamente narcisista e inmaduro a nuestras relaciones
intersubjetivas. ¿Cómo es que, cuando los platos se quiebran, la culpa resulta
siempre exclusivamente del otro, esto es: del Tirano, del Prelado, del
Oligarca, del Comunista, del Presidente, del Narco, del Sicario, o quien sea la
figura del momento en la cual estemos depositando nuestras frustraciones
sociales?
Una posición cuyo locus externo no solo no quiere
ver la propia responsabilidad en la estructura general del problema cultural a
resolver, sino que además se vuelve convenientemente dictatorial en su modo de
señalar culpables. No es cuestión por supuesto de eximir a estos sujetos
sociales de toda culpa, cuando la haya, sino de preguntarse si no se necesitan
dos para bailar el tango, o como se dice, si no tenemos el gobierno–realidad
que nos merecemos.
A menudo tiramos la piedra y luego escondemos
la mano, y además con el cartelito conveniente de la libertad de expresión
colgado beatíficamente del cuello. La responsabilidad, no obstante, es
interdependiente, y es universal.
Definitivamente, me parece que hay que cuidarse
del relativismo mórbido, esa horizontalidad circular en donde ya no hay lugar
para la autoridad o la jerarquía o la verticalidad, y más que nada, en donde ya
no hay lugar para lo sagrado, y aquí se entiende lo sagrado por supuesto en su
acepción abierta.
En términos prácticos, el desconfiar de la
jerarquías y el no saber cristalizarlas hace que las organizaciones demasiado
horizontales se vuelvan inoperantes, deslideradas, incapaces de movilizar
recursos y personal, o de proveer inspiración de calado que no sea lateral y
endogámica.
No es infrecuente que los activistas grassroots sean incapaces de montar
proyectos de largo plazo y de envergadura. Especialmente cuando les gusta la
vida relajada, alejada y alternativa en un pueblo en el interior...
Si no son ateos rematados, y si tienen alguna
tendencia al optimismo sutil y místico, van mezclando su lucha con lugares
comunes sobre el amor universal, mientras fuman unos purotes de buena yerba, y
se meten uno que otro enteógeno, al lado de algún cuerpo lacustre. Luego
terminan perdidos en alguna secta chamánica, contando mantras hasta el
infinito.
Estoy bromeando, más o menos. Lo cierto es que
no tengo nada en contra de la simplicidad voluntaria ni la vida retirada, muy
al contrario, y yo mismo, en cierto modo, la practico. Siempre y cuando no se
convierta en un modo conveniente de evadir las complejidades del momento
crítico que estamos viviendo, en lo íntimo y en lo social.
Tampoco es que no existan frentes muy serios de
compromiso en el país. Abundan ejemplos de organizaciones y redes de
solidaridad muy concretas y disciplinadas, con personas extremadamente formadas
e informadas, de mucho carácter y de muy notable alcance, dispuestas a hacer el
trabajo sucio.
No quita que existan otros idealistas
completamente incapacitados para crear cambios en las metaestructuras,
especialmente porque al desconfiar del universo del poder y los ambientes
jurídicos, no se meten a esas aguas, cuando solo allí podrían ganarse ciertas
batallas.
A veces hace falta un poco de realpolitik para conseguir resultados.
Un problema es que sobran aquellos que no quieren mancharse las manos. Por lo
mismo no desean entrar a un mismo cuarto con sus antípodas políticos: semejante
conversación les mancillaría su precioso e inmaculado discurso. Dejando así a
acolmillados o advenedizos en completa libertad de ocupar las plazas clave de
poder.
La verdad es que quieren (o queremos, debería
de decir) permanecer puros y héroes en la propia torre de cristal ideológica,
hablando de política, pero fuera del fango.
Y sin embargo es imposible salvar el culo y las
apariencias al mismo tiempo.
Y sin embargo el culo hay que mojarlo.
Así vamos pecando todos... Nunca faltan los
peones progres, enmielados e ingenuos, que nos hinchan a todos los huevos con
sus pequeños discursitos chapoteantes, en donde no se ve por ningún lado la
lectura o la experiencia… Los que terminan sustituyendo el genuino ethos
político por un lirismo barato, beato e inconsecuente, cuando no idiótico...
Los que pierden el tiempo con blancos fáciles, seguros… Los que se extravían en
inocuas abstracciones… Que hablan desde la pura fantasía doctrinaria, y residen
en un perfecto cuento de hadas, de hadas y ogros… Los que, en su dogmatismo
blanco y negro, nunca saltan al otro, por mucho que se llenen el hocico de
grandes palabras como diálogo, como pluralismo... Casi tan desagradables como
esos que creen que tienen algo demasiado importante y trascendental que
heredarle a las futuras generaciones... Piensan que lo están cambiando todo y
no están cambiando un carajo… Los que, no bastándoles el presente, quieren
apropiarse del porvenir, como ya lo hicieran del pasado... Los paranoicos
irremediables... Los que queriendo ayudar, ensucian, empeoran... Los agitadores
de facebook, que revientan o pontifican, pero eso sí, en la perfecta entelequia
de su mullida poltrona…. Y aquellos propagandistas que alegan por todo, por
ejemplo en la sobremesa, pero nada hacen, nada resuelven, no aportan genuina
información ni claridad orientadora, no plantean soluciones concretas más allá
de las decorativas, no accionan, no participan realmente, no lideran, no dan el
ejemplo, no sirven y de nada sirven, solo hacen ruido, insultan a todo el
mundo, se burlan de cada quien, y escriben sus posts en mayúsculas, siendo unos
mocosos descalificadores, desdeñosos, envarados y condescendientes, que ignoran las reglas de la comunicación
elemental. En suma: unos léperos
ideológicos. Todo lo anterior aplica por igual a activistas de izquierda y
derecha. En términos generales, sin su
preciosa indignación, muchos críticos de uno u otro signo se quedarían sin
razón de ser (y algunos sin changarro) y por tanto lo peor que les podría pasar
es que el sistema de veras se arreglase. Hablaremos en ese sentido de una
indignación u oposición cómplice, que de hecho mantiene al statu quo por medio
de la polarización inmovilizadora. Es muy sutil, y puede ser consciente o
inconsciente.
Solo al trascender estos y muchos otros
escollos, podremos de verdad seguir con el trabajo peludo de abrir la caja de
pandora de las voces y las creencias y las convicciones y las opiniones y las
diferencias. Está claro que a estas alturas y ya metiditos en el siglo
veintiuno, no podemos mantener una identidad o narrativa monolítica de país. El
trabajo es sencillamente coral.
Esta coralidad no cancela la disensión, sino la
protege. Así pues, lo ideal es que las masas organizadas practiquen la
disidencia (productiva), la crítica (informada), la oposición (afirmativa), la
resistencia (práctica), el disentimiento (digno), la ironía (sabia) y por veces
la desobediencia (consciente) en relación a cualquiera de las plataformas
patológicas de la administración y cultura dominantes. En suma, legitimar y
estimular la lucha honesta, inteligente y sensible como ciudadanía deseable.
Coralidad tampoco quiere decir arreglarlo todo
a fuerza de mesas redondas y debates públicos y negociaciones. Comprendamos que
estas estrategias incluyentes y conversacionales no siempre son las mejores
(¡oh, apostasía!). No caigamos en la autocracia del consenso. A veces la acción
no consensuada es, de hecho, la más efectiva.
Agrego que la coralidad incluye los reinos animal, vegetal y mineral. No se puede repetir lo suficiente eso de la agenda ecológica. Antes a los que se preocupaban por la ecología los llamaban eco–histéricos. Pasadas las décadas, el término ya no se escucha en columnas y diarios locales. Cualquiera que aún sostenga que la destrucción del medio ambiente es una doctrina paranoica quedará como un imbécil. La única prosperidad posible es aquella que está consciente de que vivimos en un mundo limitado, con los recursos contados. Actuemos en consecuencia, en sana distribución, de acuerdo a las necesidades pendientes. No admitamos soluciones ambientales decorativas. Tampoco importemos modelos voraces y entidades explotacionales que solo traen miseria y destrucción a nuestro medio.