Algo podemos aprender de nuestros
antepasados respecto a como llevarnos bien con la naturaleza. En general, es
importante conservar vivas las características arcaicas y mitos y códigos
sagrados de los ancestros, con su visión milenaria del mundo, sus poderosos
símbolos, su inocencia creadora y diáfana, su respeto por el entorno comunal,
su conversación sentida con el universo natural y sus ritmos, sus lenguas
térricas y delirantes, sus trajes intensos. No es mala idea darle un lugar a
aquellas costumbres jurídicas y relaciones de lealtad y poder heredadas del
mundo indígena que aún tienen relevancia. Exaltar nuestra herencia prehispánica
y maya, no apenas como una pieza de museo, sino como una perspectiva–manantial
que tiene algo muy importante que decirle a nuestro contexto presente, que está
viva, y además en construcción permanente.
Pero no solo la herencia maya nos aporta
riqueza: también hay un legado judeocristiano de enorme valor, en tantísimos
ámbitos. Tengo amigos intelectuales, científicos y progresistas que están
urgidos de defenestrarlo, enfatizando de un modo casi mórbido (y desde una
cresta no pocas veces miope, agresiva o esnob) las sombras del cristianismo, e
ignorando por completo su virtudes históricas y sociales, ya no digamos
espirituales. Yo también fui uno de esos Tarsos modernos/posmodernos. No fue
hasta que reconocí aquella sombra de mi propia perspectiva cultural que hice
las paces con católicos y evangélicos. Lo cual de ningún modo significa
renunciar a mi sentido común ni a mi estilo de vida, por demás muy
independiente. Es importante que demandemos y exijamos a los cristianos una
amplia y precisa rendición de cuentas, y además los esquinemos en cuestiones
muy puntuales como el de la evolución, la contracepción, la pedofilia, los
derechos gay, el rol de la mujer, por mencionar unas cuantas. También confrontarlos
respecto a los excesos de credulidad y superstición.
Y no solo a los cristianos: nunca falta
el budista sabelotodo, por dar un ejemplo, alífero en burlarse de alguna fábula
o leyenda cristiana, como aquella de Adán y Eva, pero dispuesto a creer, sin un
ápice de escepticismo, en las más fantásticas historias de los Himalayas.
Lo que nos enseña el pensador integral
Ken Wilber es que no es cuestión de cancelar el cristianismo, el judaísmo, el
islam o cualquier religión (cosa como yo lo veo imposible) sino en convertir
estas religiones en plenas religiones integrales del siglo XXI, facultando su
evolución, bajo el entendido que las religiones, como todo, también están en
tránsito de crecimiento. ¡No tirar el bebé con el agua sucia de la tina! Esto
supone migrar tales religiones desde una posición congelada, mítica y
prelógica, hasta una expresión transracional completa, colectando de paso todos
los insights de la ciencia y de la sociedad pluralista. Con lo cual no se trata
de renunciar a las fábulas fundacionales, sino de entenderlas justamente como
eso: fábulas, mitologías, repositorios abiertos de sentido. ¿Es posible? Es
totalmente posible, con las herramientas adecuadas, y más que nada es urgente y
necesario.
Añado que así como hay en el país una cultura maya viva y lo mismo una cristiana, luego hay expresiones amestizadas que surgen de ambas, y que también emanan una potencia mágica intrigante.