¿No somos los guatemaltecos más bien inocentes?
No lo digo por criticar: semejante apertura no es por fuerza un defecto. Uno
podría decir que, en
velocidad y en albur, los mexicanos nos dejan hechos un chirajo. No lo digo por
alabar: semejante acrimonia no es por fuerza una virtud.
Lo vemos en ciertos compatriotas: la tersura
sin predicamentos, la curiosidad sin putrefacciones, la candidez sin ideologías.
Esta misma inocencia es la que nos hace tan creyentes y tan confiados. Lo cual,
como ya dije, no tiene por qué ser necesariamente malo, aunque los señoritos de
la razón y la prudencia van aquí a disentir. Si disienten es porque han perdido
cabalmente esa frescura o asombro virginales. Detestan tal espontaneidad por no
poder experimentarla ellos mismos, del mismo modo que un impotente no puede
experimentar una simple erección.
Volvamos aquí a la monja blanca y el
quetzal: símbolos delgados, que antes me irritaban profundamente. Yo me
preguntaba: ¿cómo vamos a hacer un país fuerte con imágenes tan dulcemente
aplastables? ¿Cómo puede el quetzal, ese pájaro tan menudo (“tan hueco”)
elevarse por encima del cóndor o el águila real?
Y en efecto, el quetzal nunca se elevará
por encima del cóndor o el águila real, porque tal no es su función. Ni es su
función ni es su esplendor. Su esplendor radica más bien en su compacta beldad;
su fuerza en su preciosa delicadeza; su altura, en su discreta intimidad. Hay
algo sagrado y puro en un quetzal: es algo que sabían muy bien los antiguos. No
podemos dejar que esa pureza se transforme en craso puritanismo ni esa inocencia
luminosa en pura ingenuidad.
No seamos ingenuos, o nos van a hartar
vivos.
La ingenuidad posee muchas expresiones
indeseables: el idealismo de mentecatos; la beata timidez a la hora de analizar
las cosas; el continuo vivir en negación, que no es otra cosa que ignorancia
cómplice. Ingenuidad también es maniqueísmo: discapacidad para capturar los
múltiples sentidos, grises, claroscuros, de cualquier situación dada.
Es porque somos ingenuos que ponemos vida
y voluntad en las manos de los peores poderes, las más abominables personas, los
funcionarios más basura.
Nuestra fantasía es que otros se hagan
cargo de nuestras vidas, en plan providencial, y nos arreglen el karma. Sin
renunciar por completo a nuestro locus externo podríamos empoderarnos y dejar
de vivir como parásitos. En cambio tenemos eso de doncella que desea siempre
ser rescatada, y a la cual siempre acaban rompiéndole el corazón.
En el fondo lo que le gusta a nuestra
doncella es pasarse la vida con el corazón cortado en tiritas, acuartelada en
una sempiterna modalidad de víctima, culpando telenovelísticamente al prójimo
de cualquier cosa que pueda estar o no ocurriendo, y morirse de amor, como la
del poema. Criticar en este contexto es un modo artero de no asumir la obligación
de transformar nuestra situación individual y colectiva: la vida y el mundo,
que por supuesto requieren ser cambiados.
La peor tragedia para la doncella sería
que de veras la rescatasen, porque entonces ya no contaría con una coartada
para seguir infantilmente llorando, y tendría que enfrentarse al siempre
incómodo hecho de que es ella y nadie más la responsable de sus propios malditos
orgasmos.