3.3 LA QUE MURIÓ DE AMOR

¿No somos los guatemaltecos más bien inocentes? No lo digo por criticar: semejante apertura no es por fuerza un defecto. Uno podría decir que, en velocidad y en albur, los mexicanos nos dejan hechos un chirajo. No lo digo por alabar: semejante acrimonia no es por fuerza una virtud.

Lo vemos en ciertos compatriotas: la tersura sin predicamentos, la curiosidad sin putrefacciones, la candidez sin ideologías. Esta misma inocencia es la que nos hace tan creyentes y tan confiados. Lo cual, como ya dije, no tiene por qué ser necesariamente malo, aunque los señoritos de la razón y la prudencia van aquí a disentir. Si disienten es porque han perdido cabalmente esa frescura o asombro virginales. Detestan tal espontaneidad por no poder experimentarla ellos mismos, del mismo modo que un impotente no puede experimentar una simple erección.

Volvamos aquí a la monja blanca y el quetzal: símbolos delgados, que antes me irritaban profundamente. Yo me preguntaba: ¿cómo vamos a hacer un país fuerte con imágenes tan dulcemente aplastables? ¿Cómo puede el quetzal, ese pájaro tan menudo (“tan hueco”) elevarse por encima del cóndor o el águila real?

Y en efecto, el quetzal nunca se elevará por encima del cóndor o el águila real, porque tal no es su función. Ni es su función ni es su esplendor. Su esplendor radica más bien en su compacta beldad; su fuerza en su preciosa delicadeza; su altura, en su discreta intimidad. Hay algo sagrado y puro en un quetzal: es algo que sabían muy bien los antiguos. No podemos dejar que esa pureza se transforme en craso puritanismo ni esa inocencia luminosa en pura ingenuidad.

No seamos ingenuos, o nos van a hartar vivos. 

La ingenuidad posee muchas expresiones indeseables: el idealismo de mentecatos; la beata timidez a la hora de analizar las cosas; el continuo vivir en negación, que no es otra cosa que ignorancia cómplice. Ingenuidad también es maniqueísmo: discapacidad para capturar los múltiples sentidos, grises, claroscuros, de cualquier situación dada.

Es porque somos ingenuos que ponemos vida y voluntad en las manos de los peores poderes, las más abominables personas, los funcionarios más basura.

Nuestra fantasía es que otros se hagan cargo de nuestras vidas, en plan providencial, y nos arreglen el karma. Sin renunciar por completo a nuestro locus externo podríamos empoderarnos y dejar de vivir como parásitos. En cambio tenemos eso de doncella que desea siempre ser rescatada, y a la cual siempre acaban rompiéndole el corazón.

En el fondo lo que le gusta a nuestra doncella es pasarse la vida con el corazón cortado en tiritas, acuartelada en una sempiterna modalidad de víctima, culpando telenovelísticamente al prójimo de cualquier cosa que pueda estar o no ocurriendo, y morirse de amor, como la del poema. Criticar en este contexto es un modo artero de no asumir la obligación de transformar nuestra situación individual y colectiva: la vida y el mundo, que por supuesto requieren ser cambiados.

La peor tragedia para la doncella sería que de veras la rescatasen, porque entonces ya no contaría con una coartada para seguir infantilmente llorando, y tendría que enfrentarse al siempre incómodo hecho de que es ella y nadie más la responsable de sus propios malditos orgasmos.
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