Si queremos ser un país heroico, hemos
de convertirnos en un productor de libertades.
Hablar de libertad en un texto tan
contenido como este es una completa estupidez, si uno considera cuántas fórmulas
y nociones de libertad para empezar existen. Me arriesgaré a dar igual una
definición cercana a mi forma de pensar. Para mí la libertad es todo espacio
sostenible de creatividad que produce posibilidades vitales y conscientes para
el individuo y su contexto. La auténtica libertad reúne y habilita la mayor
cantidad de perspectivas disponibles en cualquier momento dado, y está siempre
abierta a la perspectiva de reunir más. Allí lo tienen.
El mayor problema con tratar de definir
la libertad, es que rapidito se encuentra uno con detractores de uno y otro
lado. Por caso, el valor de la libertad visto desde la derecha no es igual al
valor de la libertad visto desde la izquierda. Son dos libertades, dos
sensibilidades genéricas tan distintas, que parecieran contradictorias. A
menudo colisionan (un ejemplo ideológico habitual en nuestro país es el de
libertad de locomoción versus libertad de protesta). Para las personas como yo,
que no poseen en exclusividad ninguna de las dos membresías citadas, la cosa se
pone desde luego muy delicada.
El enfoque al cual me adhiero –el kenwilberiano–
establece que ambas posiciones son verdaderas, pero solo parciales, y por tanto
deben complementarse. Di en el pasado mi entendimiento al respecto en una columna
llamada Integral en donde escribí: “Todas las visiones políticas
tienen en ellas, en su modalidad saludable, un valor y una razón legítima de
ser. Solo podremos salir de esta crisis en la medida en que podamos honrar de
modo simultáneo las múltiples perspectivas del paisaje del poder.”
La libertad política anunciada por la
derecha brota en cierto modo del corazón del individuo: la realidad privada
como sistema compartido. Dependiendo de la idiosincrasia y nivel memético,
puede enfatizar valores republicanos y conservadores tales como la
responsabilidad, el respeto, el mérito y la obediencia (por ejemplo a la ley: la
libertad como derecho de orden jurídico, que cuando se degrada puede
convertirse en rigidez represora); o bien enfatizar valores mercantiles y
competitivos tales como el intercambio, la autonomía mercantil, la oportunidad
liberal y la pasión tecnocrática (todo lo cual puede dar rasgos piratescos,
insensibles, libertinos, oportunistas y vesánicos). Con frecuencia –y como
sabemos– ambas modalidades se combinan, genéticamente. ¿Qué más? La memoria y
el resarcimiento histórico son vistos con amplia desconfianza (por ser un
proceso social y materialmente oneroso, y desde luego porque hay no pocas colas
machucadas) y percibidos por lo general como una brida innecesaria para el
desarrollo, lo cual en algunos casos no deja de ser cierto.
Luego hay otra clase de libertad,
aquella representada por la izquierda, en donde la ética colectica y social se
vuelve horizonte. Ello tiende a centrifugar su locus político y económico: el
sistema es aquí lo crucial, por tanto lo que pide el individuo de izquierda es
un cambio de sistema. La izquierda entiende a menudo la libertad como un
contexto de apertura, o
correlativamente, como ausencia de obstrucción, subordinación, prohibición,
coerción, conformación o servidumbre. En cuyo caso se hablará, por dar un
ejemplo, de la libertad sindical o de expresión. Este enfoque de libertad
defiende, con toda la idealidad del caso, la emancipación del cuerpo gregario,
y está basado en la oportunidad igualitaria (de vida, trabajo, educación y así
sucesivamente) y el derecho natural, humano o civil. También se apoya en el
insight cultural. Algunas veces, recurre a la desobediencia, ya sea ponderada o
ácrata, lo cual enerva lo suficiente a las comisarías administrativas y las
jerarquías económicas dominadoras de turno, que son las de siempre.
Repetidamente cae en esta o aquella forma de victimismo, y en la nostalgia
remachona, inmovilista, pero también propone formas verídicas, importantísimas
de dignidad histórica.
Como yo lo
veo, la integridad toda de nuestra nación dependerá de nuestra aptitud para
crear un movimiento de coemergencia en donde izquierda atávica se abra al
futuro y derecha ahistórica se integre al pasado dando lugar a una suerte de
interzona intrépida, un salto radical al otro. Solo un movimiento de esta
naturaleza posibilitaría las condiciones para actualizar el proyecto de la
conciliación nacional. Un movimiento que, ya sin la atmósfera programática de
la firma de la paz, pueda adoptar dos rasgos esenciales: seriedad y confianza.
Porque sin ellos, no seremos libres, y la guerra (que no ha terminado) jamás va
a terminar.
Para mí la
perspectiva pragmática y republicana de la derecha local es, en su expresión
coherente (que la tiene), completamente válida y relevante, y no podremos sacar
adelante este país sin su concurrencia. Como tampoco sin la concurrencia de una
izquierda entregada y sensible que catalice la conversación social. Es una pena
que ideólogos y columnistas de derecha sean muchos de ellos tan cerriles para
comprender su propio capital moral y defenderlo con mayor nobleza, agilidad
intelectual, rigor discursivo, y proyectando un sentido más audaz de rendición
de cuentas. Como también es una pena que cierta izquierda no abandone la
tonalidad púber y no esté dispuesta a reconocer ciertas complejidades
inherentes del sistema, ni lo que está en juego más allá de su punto de vista,
que a menudo decae en un romanticismo ideológico y una indignación
infructífera, a la larga cómplice –más cuando se pone cínica– con el estado de
las cosas.
Aparte de
la pobreza material del país, hay otra pobreza que se manifiesta como ausencia
radical de alteridad política, de uno y otro lado del péndulo.
Existen
dos esferas de derecho y libertad que merecen ser reconocidas y expresadas.
Ambas son distintas, y por tanto no es cuestión de uniformarlas en una sola, o
de colapsarlas en una pálida medianía, pero sí de ponerlas a jugar dinámicamente,
y hacer que ambas añadan a su agenda de afiliación particular una agenda
integracional. Una agenda que no debe correr solo en ciertos momentos de
apertura urgentes o privilegiados, sino de hecho debe correr siempre.
Muchos
dicen estar por la paz y la avenencia, pero ello es solo del diente al labio. En
el fondo o inconscientemente lo que desean estos doctrinarios psicorrígidos es
mantener la guerra ideológica porque de ello depende su sentido de identidad
política, una identidad que no están dispuestos a soltar ni a abrir, o de otro
modo se quedarían vacíos, en una deriva para ellos insostenible.
Es
desmoralizante ver cómo, por pudores sectarios, los distintos bandos no están
dispuestos a empujar conjuntamente intereses nacionales que claramente
benefician a todos. Tales espacios de posibilidad consensual no son pocos,
contrario a lo que se cree. Pasa que, en este áspero modelo de izquierda y
derecha, tan codependiente como egotista, no hemos desarrollado la capacidad de
percibir estos espacios como oportunidades fluidas y reales de encuentro. ¡Una
orografía no analizada de coincidencia!
También estamos
hablando de algo más que un descafeínado ecumenismo político, al final
inoperante. No habrá real coexistencia hasta que comprendamos en profundidad que
debajo de nuestras expresiones y compromisos faccionados particulares hay una
vasta y activa estructura transideológica de la cual nuestras perspectivas solo
son instantes discretos.
Al final
nos damos cuenta que la verdadera guerra no es entre clases sociales, sectores
políticos, o roles ideológicos, como puede pensarse, sino más profundamente entre
códigos de valoración de la realidad que en su delirio han caído en alguna
forma de axiogonía exclusivista. La idea siendo descristalizarlos, para entonces
ponerlos al servicio de una metaperspectiva superior. Pero de todo ello ya
hablaremos más adelante, cuando hablemos con cierto énfasis del extraordinario
modelo de la Dinámica Espiral.
Termino así de estudiar los valores que,
en mi cruda opinión, pueden ayudarnos a expresar nuestra identidad nacional. Ahora
una pregunta me desvela: ¿qué cosa es Guatemala?