4.8 LIBERTAD

Si queremos ser un país heroico, hemos de convertirnos en un productor de libertades.

Hablar de libertad en un texto tan contenido como este es una completa estupidez, si uno considera cuántas fórmulas y nociones de libertad para empezar existen. Me arriesgaré a dar igual una definición cercana a mi forma de pensar. Para mí la libertad es todo espacio sostenible de creatividad que produce posibilidades vitales y conscientes para el individuo y su contexto. La auténtica libertad reúne y habilita la mayor cantidad de perspectivas disponibles en cualquier momento dado, y está siempre abierta a la perspectiva de reunir más. Allí lo tienen.

El mayor problema con tratar de definir la libertad, es que rapidito se encuentra uno con detractores de uno y otro lado. Por caso, el valor de la libertad visto desde la derecha no es igual al valor de la libertad visto desde la izquierda. Son dos libertades, dos sensibilidades genéricas tan distintas, que parecieran contradictorias. A menudo colisionan (un ejemplo ideológico habitual en nuestro país es el de libertad de locomoción versus libertad de protesta). Para las personas como yo, que no poseen en exclusividad ninguna de las dos membresías citadas, la cosa se pone desde luego muy delicada.

El enfoque al cual me adhiero –el kenwilberiano– establece que ambas posiciones son verdaderas, pero solo parciales, y por tanto deben complementarse. Di en el pasado mi entendimiento al respecto en una columna llamada Integral en donde escribí: “Todas las visiones políticas tienen en ellas, en su modalidad saludable, un valor y una razón legítima de ser. Solo podremos salir de esta crisis en la medida en que podamos honrar de modo simultáneo las múltiples perspectivas del paisaje del poder.”

La libertad política anunciada por la derecha brota en cierto modo del corazón del individuo: la realidad privada como sistema compartido. Dependiendo de la idiosincrasia y nivel memético, puede enfatizar valores republicanos y conservadores tales como la responsabilidad, el respeto, el mérito y la obediencia (por ejemplo a la ley: la libertad como derecho de orden jurídico, que cuando se degrada puede convertirse en rigidez represora); o bien enfatizar valores mercantiles y competitivos tales como el intercambio, la autonomía mercantil, la oportunidad liberal y la pasión tecnocrática (todo lo cual puede dar rasgos piratescos, insensibles, libertinos, oportunistas y vesánicos). Con frecuencia –y como sabemos– ambas modalidades se combinan, genéticamente. ¿Qué más? La memoria y el resarcimiento histórico son vistos con amplia desconfianza (por ser un proceso social y materialmente oneroso, y desde luego porque hay no pocas colas machucadas) y percibidos por lo general como una brida innecesaria para el desarrollo, lo cual en algunos casos no deja de ser cierto.

Luego hay otra clase de libertad, aquella representada por la izquierda, en donde la ética colectica y social se vuelve horizonte. Ello tiende a centrifugar su locus político y económico: el sistema es aquí lo crucial, por tanto lo que pide el individuo de izquierda es un cambio de sistema. La izquierda entiende a menudo la libertad como un contexto de apertura,  o correlativamente, como ausencia de obstrucción, subordinación, prohibición, coerción, conformación o servidumbre. En cuyo caso se hablará, por dar un ejemplo, de la libertad sindical o de expresión. Este enfoque de libertad defiende, con toda la idealidad del caso, la emancipación del cuerpo gregario, y está basado en la oportunidad igualitaria (de vida, trabajo, educación y así sucesivamente) y el derecho natural, humano o civil. También se apoya en el insight cultural. Algunas veces, recurre a la desobediencia, ya sea ponderada o ácrata, lo cual enerva lo suficiente a las comisarías administrativas y las jerarquías económicas dominadoras de turno, que son las de siempre. Repetidamente cae en esta o aquella forma de victimismo, y en la nostalgia remachona, inmovilista, pero también propone formas verídicas, importantísimas de dignidad histórica.

Como yo lo veo, la integridad toda de nuestra nación dependerá de nuestra aptitud para crear un movimiento de coemergencia en donde izquierda atávica se abra al futuro y derecha ahistórica se integre al pasado dando lugar a una suerte de interzona intrépida, un salto radical al otro. Solo un movimiento de esta naturaleza posibilitaría las condiciones para actualizar el proyecto de la conciliación nacional. Un movimiento que, ya sin la atmósfera programática de la firma de la paz, pueda adoptar dos rasgos esenciales: seriedad y confianza. Porque sin ellos, no seremos libres, y la guerra (que no ha terminado) jamás va a terminar.

Para mí la perspectiva pragmática y republicana de la derecha local es, en su expresión coherente (que la tiene), completamente válida y relevante, y no podremos sacar adelante este país sin su concurrencia. Como tampoco sin la concurrencia de una izquierda entregada y sensible que catalice la conversación social. Es una pena que ideólogos y columnistas de derecha sean muchos de ellos tan cerriles para comprender su propio capital moral y defenderlo con mayor nobleza, agilidad intelectual, rigor discursivo, y proyectando un sentido más audaz de rendición de cuentas. Como también es una pena que cierta izquierda no abandone la tonalidad púber y no esté dispuesta a reconocer ciertas complejidades inherentes del sistema, ni lo que está en juego más allá de su punto de vista, que a menudo decae en un romanticismo ideológico y una indignación infructífera, a la larga cómplice –más cuando se pone cínica– con el estado de las cosas.

Aparte de la pobreza material del país, hay otra pobreza que se manifiesta como ausencia radical de alteridad política, de uno y otro lado del péndulo.

Existen dos esferas de derecho y libertad que merecen ser reconocidas y expresadas. Ambas son distintas, y por tanto no es cuestión de uniformarlas en una sola, o de colapsarlas en una pálida medianía, pero sí de ponerlas a jugar dinámicamente, y hacer que ambas añadan a su agenda de afiliación particular una agenda integracional. Una agenda que no debe correr solo en ciertos momentos de apertura urgentes o privilegiados, sino de hecho debe correr siempre.

Muchos dicen estar por la paz y la avenencia, pero ello es solo del diente al labio. En el fondo o inconscientemente lo que desean estos doctrinarios psicorrígidos es mantener la guerra ideológica porque de ello depende su sentido de identidad política, una identidad que no están dispuestos a soltar ni a abrir, o de otro modo se quedarían vacíos, en una deriva para ellos insostenible.

Es desmoralizante ver cómo, por pudores sectarios, los distintos bandos no están dispuestos a empujar conjuntamente intereses nacionales que claramente benefician a todos. Tales espacios de posibilidad consensual no son pocos, contrario a lo que se cree. Pasa que, en este áspero modelo de izquierda y derecha, tan codependiente como egotista, no hemos desarrollado la capacidad de percibir estos espacios como oportunidades fluidas y reales de encuentro. ¡Una orografía no analizada de coincidencia!

También estamos hablando de algo más que un descafeínado ecumenismo político, al final inoperante. No habrá real coexistencia hasta que comprendamos en profundidad que debajo de nuestras expresiones y compromisos faccionados particulares hay una vasta y activa estructura transideológica de la cual nuestras perspectivas solo son instantes discretos.

Al final nos damos cuenta que la verdadera guerra no es entre clases sociales, sectores políticos, o roles ideológicos, como puede pensarse, sino más profundamente entre códigos de valoración de la realidad que en su delirio han caído en alguna forma de axiogonía exclusivista. La idea siendo descristalizarlos, para entonces ponerlos al servicio de una metaperspectiva superior. Pero de todo ello ya hablaremos más adelante, cuando hablemos con cierto énfasis del extraordinario modelo de la Dinámica Espiral.

Termino así de estudiar los valores que, en mi cruda opinión, pueden ayudarnos a expresar nuestra identidad nacional. Ahora una pregunta me desvela: ¿qué cosa es Guatemala?
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