Una de estas corrientes nos liga especialmente
a la experiencia de la tierra. Lo cual explica por qué nos importa tanto, para
bien y para mal, la identidad y la pertenencia: raíces, trajes, etnias,
costumbres, orígenes, apellidos, patrimonios, en fin. Peligroso, cuando deriva
a formas exageradas de propietarismo, sectarismo, clasismo, nacionalismo.
Patético, cuando encalla en ese inaguantable sentimentalismo de terruño, con
fondo de marimba. Sobre el caballo de la identidad (con su consigna pueblerina
y parroquial) se montan siempre los políticos y los empresarios en este país:
como darle un dulce a un niño.
El haber nacido en este paraje vivo –mandala
bello, natural, dulce, inocente, fértil, también iracundo y salvaje– informa
nuestro modo de residenciarlo. El único misticismo de veras común de los
guatemaltecos es el misticismo de la naturaleza, con su tremenda diversidad
ambiental. La palabra Guatemala, proveniente del náhuatl, significa “lugar de
muchos árboles”. Al profanar nuestro entorno natural estamos arruinando nuestra
ciudadanía misma, nuestra íntima forma de ser, cada vez más desértica,
fantasmal y tóxica. Estamos perdiendo nuestra inocencia creativa, nuestra salud
primordial y nuestra fuerza intestina.
La monja blanca, el quetzal, son símbolos del
aire –símbolos sensibles y sutiles– y responden a un aspecto particular de la
naturaleza profunda del guatemalteco, del cual hablaremos luego otro poco. Pero
siempre he dicho que nuestro símbolo nacional debería ser, sobre todo, el
volcán: nos daría fuerza sísmica, carácter excepcionales. Sin embargo, la ceiba
es un excelente emblema, en cuanto representa todas las potencias elementales. Pasa
que nadie se ha dedicado a descifrarlo, explicarlo, promoverlo como corresponde,
allende las clases menopáusicas de civismo.