3.2 SERES DE LA TIERRA

Una de estas corrientes nos liga especialmente a la experiencia de la tierra. Lo cual explica por qué nos importa tanto, para bien y para mal, la identidad y la pertenencia: raíces, trajes, etnias, costumbres, orígenes, apellidos, patrimonios, en fin. Peligroso, cuando deriva a formas exageradas de propietarismo, sectarismo, clasismo, nacionalismo. Patético, cuando encalla en ese inaguantable sentimentalismo de terruño, con fondo de marimba. Sobre el caballo de la identidad (con su consigna pueblerina y parroquial) se montan siempre los políticos y los empresarios en este país: como darle un dulce a un niño.

El haber nacido en este paraje vivo –mandala bello, natural, dulce, inocente, fértil, también iracundo y salvaje– informa nuestro modo de residenciarlo. El único misticismo de veras común de los guatemaltecos es el misticismo de la naturaleza, con su tremenda diversidad ambiental. La palabra Guatemala, proveniente del náhuatl, significa “lugar de muchos árboles”. Al profanar nuestro entorno natural estamos arruinando nuestra ciudadanía misma, nuestra íntima forma de ser, cada vez más desértica, fantasmal y tóxica. Estamos perdiendo nuestra inocencia creativa, nuestra salud primordial y nuestra fuerza intestina.

La monja blanca, el quetzal, son símbolos del aire –símbolos sensibles y sutiles– y responden a un aspecto particular de la naturaleza profunda del guatemalteco, del cual hablaremos luego otro poco. Pero siempre he dicho que nuestro símbolo nacional debería ser, sobre todo, el volcán: nos daría fuerza sísmica, carácter excepcionales. Sin embargo, la ceiba es un excelente emblema, en cuanto representa todas las potencias elementales. Pasa que nadie se ha dedicado a descifrarlo, explicarlo, promoverlo como corresponde, allende las clases menopáusicas de civismo.



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