Ahí está: nuestra tendencia a conservar. En efecto, los guatemaltecos
somos conservadores.
Hay guatemaltecos puntuales que vanguardizan,
es cierto. No sé: un Cardoza y Aragón, un Luis von Ahn. Pero ello no significa
que el guatemalteco sea genéricamente explorador, innovador, ni mucho menos.
Nuestra cultura no facilita el encuentro con lo inédito, no estimula el toque
de lo original. Así pues, los antes citados tuvieron que irse, más bien corriendo,
a la chingada. De otro modo no habrían hecho lo que hicieron, o por lo menos no
de la misma manera. Nuestra fijeza cultural, pétrea y térrica, los habría en
una medida paralizado.
No hay lugar aquí para los individuos, solo
para los inseguros y los congregados. Somos profundamente vicarios y súbditos,
e intolerantes con la crítica. Eso se vio en nuestros llamados movimientos
revolucionarios, que no revolucionaron nada, se enhielaron sin remedio.
Nos movemos en chumul, por tanto con gran
lentitud, con gran burocracia, con gran régimen. No tomamos grandes riesgos;
por el contrario, una existencia previsora, ahorrada, arraigada, predicadora,
apaciguada, escrupulosa y nada ardiente es la que mejor nos agrada,
colectivamente hablando. Tata y guachimán, combinación terrible. Cuando nuestro
lado conservador y nuestro verticalismo autoritario se ponen en connivencia, es
la catástrofe de lo estático.
Eso es vivir la vida con avaricia, sin entrega.
Hasta nuestros supuestos iconoclastas son seres francamente moderados, y
terminan deglutidos por la masa, salvo honrosas excepciones y personajes, muy
pronto crucificados, o condenados a la indiferencia. Individualistas no: pasa
que, aún siendo tan gregarios, tenemos una tendencia a aislarnos: a fortificar.
Y el problema con fortificar es que no ingresan
aires nuevos. Rígidos porteros, guardianes medievales, nuestros límites no son orgánicos,
inteligentes o flexibles.
Esta mentalidad defensiva muy pronto se pone
anticipatoria, hiperprotectiva, paranoica: ya ofensiva.
Lo que hacemos es imaginar un enemigo, inventarle
agendas hostiles, luego adoptar el credo: “la mejor defensa es el ataque”. Atacando,
creamos al adversario que tanto temíamos. Nuestra tendencia guerrera, en su
versión demoniaca, ya se ha apoderado, víricamente, de nuestra personalidad preservadora
(lo cual explica por qué, siendo tan acreditados conservadores, somos tan
pésimos conservacionistas). Hemos sido intervenidos por el terror y la lógica
ellos–nosotros, a menudo puesta allí por los regresivos curadores del statu
quo, con solo un interés en mente: proteger su dinero, su ideología, su vino en
la cava, y su hueso en el poder.
Es completamente cierto que a ratos nos
preocupamos por la seguridad e integridad del otro y del medio. Pero de un
tiempo hacia acá no hacemos más que abrigar nuestro pavor, nuestros pueriles
escapes, todas las cosas equivocadas. ¿Por qué no custodiar mejor el coraje y la
ternura?
Añado que cuando hallamos una manera de hacer
las cosas, un protocolo, no nos cuenta seguirlo, pero nos cuesta un montón deseguirlo.
De allí sacamos la disciplina remachona. Sin ser monjes zen en sesshin, un sentido de vigilancia
tenemos. Ordenaditos, cautos, incluso consistentes.
Eso hasta que se nos se nos mete lo cínico y lo lazarillo, de lo cual hablaremos seguidamente.