3.4 LUCHADORES AGUERRIDOS

Como yo lo veo, si vamos a tener un escudo de armas, como el horrible que tenemos, lo mejor es que lleve un quetzal incorporado, un toque de sensibilidad.

La verdad es que necesitamos toda la delicadeza de la cual podamos echar mano. En el guatemalteco, hay una criatura inflamada que adora darse verga. Subvenciona toda clase de afrentas –de pensamiento, palabra, obra, o pasivoagresiva omisión.

A veces nuestros ataques son los de un estratega milimétrico. A veces estamos tan enojados que simplemente psicotizamos. Y cuando despertamos de esa bruma hermética y paranoide resulta que tenemos las manos llenas de sangre: hemos matado operáticamente a nuestra esposa o bien agarrado a machetazos a un desconocido en la cantina.

Ya sea por la vía de la metódica provocación (que yo llamaría conformidad violenta) o de la explosiva hostilidad (violenta inconformidad) impregnamos nuestra esfera colectiva de un aura de tensión. Ojalá fuera tensión creativa, conflicto creativo. Rara vez lo es.

Nadie podrá jamás negar que los guatemaltecos somos seres profundamente marciales. Incluso contamos con una facción predadora de élite, los llamados kaibiles.

Esto viene de atrás. Sabemos que la sociedad maya del pasado era una sociedad con fuertes latencias belicosas. De ishto, se me inculcó la idea de que aquella era una sociedad técnica, epistémica y sacerdotal, lejos de las cábalas de la sangre. Nada más falso. En realidad, esos señores también tenían lo suyo de crueles sombríos cabrones.

En términos generales, nuestra historia prehispánica, colonial, moderna y posmoderna está repleta de episodios salvajes de atropello, tortura y sepulcro.

Así nuestra reciente guerra civil que, sin alcanzar la dimensión de otros conflictos similares en el orbe, fue una cosa en realidad inmedible. Pervive entre no pocos guatemaltecos un gran respeto por los combatientes que allí obraron, sean de la guerrilla o del ejército.

Del ejército por supuesto hay que hablar. No extraña que haya sido y continúe siendo una institución tan autorizada en el país, y que muchos de nuestros líderes, gobernantes o dictadores hayan sido de hecho militares, creando escenarios históricamente catastróficos. Está claro que el rol de los guerreros puros no debiera ser en ningún caso el de gobernar, porque gobernar es –lo es en principio– una actividad del conocimiento.

Y sin embargo, la idea no es negar la inclinación combatiente ni su nobleza, que la tiene. ¿Dudaremos que la lucha ha tenido un rol a veces necesario en la historia humana? A veces, el uso de soldados, estruendos y conflagraciones es legítimo. Y nunca es recomendable olvidar cómo defenderse.

Innumerables guerras han tenido que darse para que un pacifista pueda despreciar la guerra. Su postura es una prerrogativa producto de muchas batallas y crisis evolutivas. A menudo, es una postura no examinada. Es de leer las críticas de Krishnamurti o Aurobindo a Gandhi. La noción de ahimsa presenta toda clase de complejidades.

Por otro lado hay que entender lo obvio: la dimensión guerrera no tiene que pasar por fuerza por las armas, siendo por supuesto la idea trascenderlas. Un arma es un karma. Más cuando no obedece a ningún principio de consciencia, condición mínima. En tanto que sociedad altamente armada, damos rasgos de un irracionalismo fascistado.

Cierto que por ser luchadores aguerridos hemos aguantado los peores infiernos; pero a veces hemos creado esos peores infiernos por ser aguerridos luchadores. Es un catch–22.

Una lástima que no hayamos aprendido a sublimar nuestros impulsos belicosos para ponerlos al servicio de la noble resistencia, la sociedad alumbrada. Más bien lo contrario, Guatemala es el perfecto machote del sadomasoquismo navajero a escala estatal. Siendo como somos de la tierra, hemos traído a la tierra guerra, garra y muerte.

Hace unos meses, una nota periodística nos explicaba que la Monja Blanca se ha extinguido de los bosques del país. De ser cierto, bien podría metaforizar lo mucho que hemos dado la espalda a nuestra propia ternura y a toda fineza. Felicitaciones, hermanos chapines: nos hemos convertido en cuatreros, violadores, mareros, secuestradores y victimarios de tiempo completo. Cuando el peatón cruza la calle, el carro acelera.

El horror más grande, el sacrilegio más incomparable, es cuando el guerrero mata al quetzal. O ya fuera del territorio mítico, cuando una madre ixil y su hija de siete años son profanadas simultáneamente por una jauría de soldados. Es cuando el combatiente guatemalteco, en vez de velar por lo frágil, lo aniquila.

Quisiera añadir que, al mezclar nuestra ingenuidad terrenal con nuestra energía confrontacional, caemos en zonas peligrosamente regresivas: convicciones religiosas mítico–integristas y creencias políticas crudas y predadoras (o la mezcla de ambas: Ríos Montt). Y decir que cuando el guerrero se une al bufón que hay en nosotros, surge, muy simplemente, el bully: el que se burla coercitivamente de todos, mientras les baja a vergazos los dientes.
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