Como yo lo veo, si vamos a tener un
escudo de armas, como el horrible que tenemos, lo mejor es que lleve un quetzal
incorporado, un toque de sensibilidad.
La verdad es que necesitamos toda la delicadeza
de la cual podamos echar mano. En el guatemalteco, hay una criatura inflamada
que adora darse verga. Subvenciona toda clase de afrentas –de pensamiento,
palabra, obra, o pasivoagresiva omisión.
A veces nuestros ataques son los de un
estratega milimétrico. A veces estamos tan enojados que simplemente
psicotizamos. Y cuando despertamos de esa bruma hermética y paranoide resulta
que tenemos las manos llenas de sangre: hemos matado operáticamente a nuestra
esposa o bien agarrado a machetazos a un desconocido en la cantina.
Ya sea por la vía de la metódica provocación
(que yo llamaría conformidad violenta) o de la explosiva hostilidad (violenta
inconformidad) impregnamos nuestra esfera colectiva de un aura de tensión.
Ojalá fuera tensión creativa, conflicto creativo. Rara vez lo es.
Nadie podrá jamás negar que los guatemaltecos
somos seres profundamente marciales. Incluso contamos con una facción predadora
de élite, los llamados kaibiles.
Esto viene de atrás. Sabemos que la sociedad
maya del pasado era una sociedad con fuertes latencias belicosas. De ishto, se
me inculcó la idea de que aquella era una sociedad técnica, epistémica y
sacerdotal, lejos de las cábalas de la sangre. Nada más falso. En realidad,
esos señores también tenían lo suyo de crueles sombríos cabrones.
En términos generales, nuestra historia
prehispánica, colonial, moderna y posmoderna está repleta de episodios salvajes
de atropello, tortura y sepulcro.
Así nuestra reciente guerra civil que, sin
alcanzar la dimensión de otros conflictos similares en el orbe, fue una cosa en
realidad inmedible. Pervive entre no pocos guatemaltecos un gran respeto por
los combatientes que allí obraron, sean de la guerrilla o del ejército.
Del ejército por supuesto hay que hablar. No
extraña que haya sido y continúe siendo una institución tan autorizada en el
país, y que muchos de nuestros líderes, gobernantes o dictadores hayan sido de
hecho militares, creando escenarios históricamente catastróficos. Está claro
que el rol de los guerreros puros no debiera ser en ningún caso el de gobernar,
porque gobernar es –lo es en principio– una actividad del conocimiento.
Y sin embargo, la idea no es negar la
inclinación combatiente ni su nobleza, que la tiene. ¿Dudaremos que la lucha ha
tenido un rol a veces necesario en la historia humana? A veces, el uso de
soldados, estruendos y conflagraciones es legítimo. Y nunca es recomendable
olvidar cómo defenderse.
Innumerables guerras han tenido que darse para
que un pacifista pueda despreciar la guerra. Su postura es una prerrogativa
producto de muchas batallas y crisis evolutivas. A menudo, es una postura no
examinada. Es de leer las críticas de Krishnamurti o Aurobindo a Gandhi. La noción
de ahimsa presenta toda clase de
complejidades.
Por otro lado hay que entender lo obvio: la
dimensión guerrera no tiene que pasar por fuerza por las armas, siendo por
supuesto la idea trascenderlas. Un arma es un karma. Más cuando no obedece a
ningún principio de consciencia, condición mínima. En tanto que sociedad
altamente armada, damos rasgos de un irracionalismo fascistado.
Cierto que por ser luchadores aguerridos hemos aguantado
los peores infiernos; pero a veces hemos creado esos peores infiernos por ser aguerridos
luchadores. Es un catch–22.
Una lástima que no hayamos aprendido a sublimar
nuestros impulsos belicosos para ponerlos al servicio de la noble resistencia,
la sociedad alumbrada. Más bien lo contrario, Guatemala es el perfecto machote del
sadomasoquismo navajero a escala estatal. Siendo como somos de la tierra, hemos
traído a la tierra guerra, garra y muerte.
Hace unos meses, una nota periodística nos
explicaba que la Monja Blanca se ha extinguido de los bosques del país. De ser cierto,
bien podría metaforizar lo mucho que hemos dado la espalda a nuestra propia ternura
y a toda fineza. Felicitaciones, hermanos chapines: nos hemos convertido en cuatreros,
violadores, mareros, secuestradores y victimarios de tiempo completo. Cuando el
peatón cruza la calle, el carro acelera.
El horror más grande, el sacrilegio más
incomparable, es cuando el guerrero mata al quetzal. O ya fuera del territorio
mítico, cuando una madre ixil y su hija de siete años son profanadas simultáneamente
por una jauría de soldados. Es cuando el combatiente guatemalteco, en vez de
velar por lo frágil, lo aniquila.
Quisiera añadir que, al mezclar nuestra ingenuidad
terrenal con nuestra energía confrontacional, caemos en zonas peligrosamente regresivas:
convicciones religiosas mítico–integristas y creencias políticas crudas y
predadoras (o la mezcla de ambas: Ríos Montt). Y decir que cuando el guerrero
se une al bufón que hay en nosotros, surge, muy simplemente, el bully: el que
se burla coercitivamente de todos, mientras les baja a vergazos los dientes.