Todo lo que dije en la sección anterior no es
una invitación a caer en una jerarquía protocolaria, tradicionalista y
asfixiante. No queremos conformarnos a un sistema gris, pesado y burocrático de
regulaciones. Tampoco recomendamos el trip clanista y patriotero. No hay nada
más hermoso que liberarse de las conexiones opresivas de la familia y el país,
y empezar a encontrar en uno mismo una voz, una libertad propia, flexible, no
tradicional, inclusive extraña (familias y sociedades que no respetan a los
disconformes, a los excéntricos, a los solitarios, a los rebeldes y a los
freaks observan la patología de lo convencional). No queremos limitarnos al
corsé conservador y a la república milimétrica con su tinglado de leyes y
creencias y presiones y castas sin fin. También hay que respirar, vamos.
Relajarse. Vivir. Salir un poco de la retícula moralista, maniquea, literal,
anatémica, marcial, rígida, sacrificial, ideológica, aburrida, solemne,
remachona, mecanicista y punitiva. Urge gozar un poco de libertad. Elevar
nuestra capacidad de interpretación y de crítica. Y luego: ¿a qué negar la
cultura de lo agradable? Si algo necesitamos los chapines es placer, y no me
refiero a un placer genital de bestias o violadores o alcohólicos, sino al
placer refinado que solo puede rendirnos una cultura auténtica del bienestar,
la plusvalía responsable, la abundancia y la prosperidad integrada. La clase de
existencia que nos permite desarrollarnos físicamente; elevar nuestra conexión
con la naturaleza y el medio ambiente; cultivar una sensualidad superior;
trabajar en condiciones satisfactorias; mantener un ocio experimental y
creador; nutrir una rica esfera de relaciones;
viajar y acumular nuevas percepciones; liberar nuestra creatividad y
expandir nuestro horizonte estético y expresivo; potenciar nuestra educación
tanto en las llamadas humanidades como en relación a los paradigmas científicos
y tecnológicos; explorar la libertad intelectual y secular; pero asimismo la
espiritualidad y la consciencia. Ahora bien, ¿quién puede disfrutar la vida
cuando tiene que trabajar como bestia en las mazmorras del laberinto social?
¿Qué dicha hay reservada por ejemplo para aquel
que vive en uno de nuestros barrios periféricos o ciudades satélite y está
condenado a viajar cuatro horas de ida y cuatro de vuelta en un bus en donde
muy precisamente se acaban de subir dos basuras muy maleados para basculear a
cada uno de los pasajeros dejándolos una vez más en la premiseria y tanto y
todo por ir nomás a trabajar y lo peor es que a menudo en bretes que ni un
mismo orco de la Tierra Media soportaría y estaría en condiciones de aguantar?
De allí la importancia –antes de invitar a la
gente a la gran orgía de la prosperidad– de asegurarse que hayan bases solidas
de orden y seguridad que puedan sostenerla. De otra manera lo único que estamos
ofreciendo es crueldad: un paraíso aparente, pero impracticable.
Ya con esas bases establecidas, la idea es fundar
por todos los medios posibles fuentes fluidas y legítimas de movilidad social,
que no se descalabren a la primera. Condiciones más atractivas de vida que no
sean solo espejismos y no cedan fácilmente a la entropía. Necesitamos, sí,
conductos para el esfuerzo inteligente y motivado, la iniciativa libre, la
autonomía creativa, la ética personal, la libertad secular, el progreso liberal
y técnico del individuo y de la sociedad pragmática. Estamos hablando de
diseñar un nivel cultural inteligente en donde se reconozca la entrega
apasionada, la competencia productiva y el propio poder explorante, para
liberar así zonas crecientes de comodidad, acceso y conveniencia.
Un nivel cultural en donde tengan lugar el
mérito independiente, la asertividad entrepreneurial, el pensamiento
desregulado, la pulsión diferenciadora, el criterio cultural, la ambientación
estética, la curiosidad racional, el humor informado, el oasis tecnológico e
informacional. En corto: la satisfacción contemporánea.