En otras secciones, hablamos del compatriota esperpéntico,
irreverente, lúdico, pícaro, riente, energético, relajado, no morigerado,
desacralizador, recursivo y juglar. Estamos hablando de lo chispudo en
contraposición a lo aguambado.
El ingenio es a no dudarlo un valor de los
nuestros. Ya sublimado, es un valor que podemos llamar mejor así: creatividad.
Por cierto, no negaremos que hay guatemaltecos lentos, gerontes, idiotas y
subnormales, que se sienten en casa cuando están en un estado avanzado de sopor
sináptico, pero eso no quita que exista una cepa colectiva de connacionales
más o menos agiles. No sé si seremos
alguna vez un pueblo de sabios, pero podemos arreglárnoslas como comunidad
artesanal de pequeños creativos.
Admito que estamos bloqueados la mayor parte
del tiempo, pero es que todos aquí se pasan el valor del talento por el culo.
No existen las estructuras ambientales conducentes a la libertad imaginativa,
en los ámbitos técnicos o liberales, conceptuales y pragmáticos. No
estimulamos, en las escuelas, la creatividad radical ni las conexiones fluidas
de significado. No reconocemos ni elevamos las múltiples inteligencias humanas.
Nuestra facultad de aprender y revelar nuevas penínsulas de realidad está
completamente desamparada. Tampoco estamos listos para crear mecanismos de
fertilización cruzada y menos a entrar en la lógica del open source.
Sobre todo no sabemos separar la creatividad
del campo de lo creativoso y lo chapucero. Es lo que yo he llamado antes la
dictadura de la ocurrencia, notable en las redes sociales y las agencias de
publicidad. Eso de reducirlo todo a una
degradada ingeniosidad, aérea o inoperante, o peor aún, a un chiste, a una
completa chingadera.