Si yo tuviera que venderle mi país digamos
a un turista potencial, o bien a un amigo extranjero, para que así viniera a
visitarlo, ¿cómo lo haría? Empezaría diciéndole lo de siempre: que Guatemala,
situada en el ábside de Centroamérica, es una experiencia cultural
transformadora, sobre todo para aquellos visitantes que, más que unas
vacaciones convencionales, desean algo que impacte su percepción de la
realidad. Agregaría que otros destinos turísticos en otras partes del mundo ya
sea ofrecen ambientes de realidad muy específicos, o bien ofrecen multiplicidad
de posibilidades, pero a gran costo de recursos y tiempo. Guatemala tiene la
enorme ventaja de localizar una multitud de experiencias en un espacio
comprimido y accesible. Es un país portátil, un país–aleph. Por su posición
única geográfica e histórica reúne condiciones y características muy especiales,
que benefician esa implosividad o concentración cultural nuestra. El turista
aquí es Alicia: entra por una madriguera diminuta y termina en un mundo vasto y
cromático, con toda clase de expresiones texturadas y ricas, y tantos niveles
de realidad. Colisión de historias y geografías, superposición de perspectivas
y visiones del mundo, campo fértil de identidades. Podemos hablar de un
palimpsesto único de temperamentos y temperaturas sociales, y de un rico
surtido de cepas identitarias (con su complejidad de etnias, códigos
lingüísticos, etcétera) difíciles de aprehender o tipificar en una sola
totalidad. Climas y microclimas, mundos y micromundos, cosmos y microcosmos.
Qué cantidad de registros experienciales
y alteridades ofrece Guatemala, lo cual da lugar, por supuesto, a muchos
contrastes –a menudo violentos. El turista estaba hace un ratito nomás en un
lugar muy cómodo e idílico y de pronto aparece hiperfluidamente en un paraje en
donde es evidente que las cosas no cuadran, son tristes, son feas.
No hay porque esconder estas
contradicciones, estos contenidos paradójicos: enzimas honestas de nuestra
realidad que van trabajando al visitante. Lo bueno y lo malo, lo santo y lo
nocturnal, lo significativo y lo moroso: no se enmascara nada. Es la rica
tradición de lo real maravillo (y más: de lo repugnante maravilloso) de la cual
Guatemala forma parte. Todo es a la vez onírico y completamente directo. Entonces
el extranjero tiene acceso a un espacio, que siendo un espacio de huida, de
imaginación y de magia, es angustiante como ninguno. Es una escapada, sí, pero
una escapada a lo real propiamente. En medio de la evasión hay encuentro, y en
medio del encuentro, ascensión profunda. En efecto, tiene eso de transformadora
la condición humana, incluso y sobre todo la más incoherente y necesitada. No hablo
de un zafio turismo de la pobreza –para nada– sino de algo de hecho más
profundo, más digno, que no consiste en hacer de la miseria una fantasía, ni
tampoco busca erigir en medio de la desdicha un parque temático. Evitar lo
artificial es extremadamente importante. Que la experiencia sea incluso acerba,
pero que no deje de ser genuina.
Guatemala bien puede ser para el amigo
forastero una auténtica manera de perderse y de encontrarse. Si está dispuesto
a ello, el peregrino está en posibilidad de recibir, de manera concentrada,
revelaciones profundas sobre su propia identidad. ¿Un eslogan? Aquí lo tienen:
viajar a Guate es viajar adentro.